JOHANNA, LA MUJER QUE FUE PAPA – Historia Inédita
25/07/2018 Desactivado Por ElNidoDelCuco
En medio del desmembramiento del Imperio Carolingio y las invasiones Normandas, ocurre en Roma, en el seno de la Iglesia Católica, algo excepcional: una mujer es proclamada Papa, ungida como Sumo Pontífice. Por supuesto, nadie sabía su secreto ni de sus planes para una nueva Iglesia. Un manuscrito de Anastasius el bibliotecario, hallado en una vieja abadía de Italia el año pasado, permite reconstruir con más detalles el papado de Juana, sus singular personalidad, sus planes, y sobre todo sus últimos días, en un capítulo llamado La Última Cena, que devela las verdaderas intenciones de la Papisa, hasta ahora desconocidas.
El Pontificado de Juana suele situarse entre los años 855 y 857 que, según la lista oficial de Papas, corresponde a Benedicto III. Otras versiones apócrifas dicen que fue entre el 872 y 882, papado de Juan VIII. No hay dudas de que Juana fue Benedicto III, ya que Juan VIII fue sometido al Bulo Papal, punto clave, que legitima y avala esta historia.
Por Andrés García
Los orígenes de Johanna
Johanna nació un 26 de Diciembre del año 822 en Ingelheim am Rhein, cerca de Maguncia (actual Alemania). Su madre siempre le contaba que había nacido en un establo, como Jesús; ambas rodeadas de animales, tratando de sobrevivir solas a aquella noche de invierno. Le repetía siempre que un ángel le habló esa noche en sueños y bendijo al nuevo retoño divino, que sentaría su sabiduría y amor en un importante Trono. Esto marcó para siempre la personalidad de Juana, que creyó que su vida estaba destinada a grandes cosas. Su padre, Herbert, apenas la tenía en cuenta, nada se podía esperar de una mujer. La esperanza siempre estaba puesta en los hijos varones. Herbert era un sacerdote cristiano que formaba parte de los predicadores llegados de Bretaña, con la misión de difundir el evangelio entre los sajones.
Imaginémonos las condiciones de vida de la época: Extrema pobreza, carencias de todo tipo, epidemias, condiciones higiénicas deplorables. Vivir era ya todo un milagro. A pesar de eso, la pequeña Johanna creció en un ambiente religioso y lleno de erudición. El hecho de que su padre fuese sacerdote les daba ciertos privilegios a sus dos hermanos, como estudiar, leer y escribir en latín, que era el idioma de las sagradas escrituras y algo importante: comer todos los días. Las mujeres, sin embargo, tenían prohibido estudiar. Estaban relegadas a la cocina y los hijos y eran el último orejón del tarro.
Por suerte Juana tenía a su madre, Miriam, una mujer inteligente y piadosa, sumisa a su marido como debía ser pero que, cuando él no estaba, hacía su guerra silenciosa contra ese mundo horrible. Conocía por su abuela, de ascendencia griega, el arte de las hierbas medicinales y también conjuros sagrados, como curar el mal de ojo y el empacho, entre otros. Debía ocultar y simular bien esto o arriesgarse a que la quemasen por bruja. También se sabía de memoria los clásicos griegos y sus mitos (otra herencia maravillosa), historias que a escondidas excitaban la imaginación de sus hijos por las noches. Supo inmediatamente que su hija era la más inteligente de los tres, que Dios la había iluminado de gracia y sabiduría, como le había dicho el Ángel.
Debía darle armas a esa niña para que llegue donde tenía destinado ir. Sabía las consecuencias sociales que le esperaban a su hija por ser mujer en aquella sociedad oscurantista, así que comenzó su batalla silenciosa, a escondidas de su marido que cada vez desaparecía más días evangelizando sajonas. Con complicidad de Mateo, su hijo mayor y bajo el más estricto secreto, inició a su hija en los estudios. Con él, Juana aprendió el latín, que le permitía leer la biblia y los libros antiguos, desarrollando su imaginación e inteligencia a una edad temprana. De su hermano del medio, Johannes, tuvo el sentido del humor y se aprendió una infinidad de chistes. De su madre heredó ser curandera, detectar los síntomas y la medicina adecuada, curar de palabra, meditar y orar. También los maravillosos mitos griegos y ese poder de voluntad batallando silenciosamente que constituía a su madre, cosa que se le fue encarnando a Johanna.
Años después, Mateo cae enfermo y muere. Su padre había prohibido a Miriam el uso de hierbas, que quizás hubiesen curado a su hijo de una neumonía. Eso era cosas de brujas. Sólo estaba permitido rezar. Pero Dios no escuchó y se llevó al primogénito de la familia. Ver morir a su hermano de esta manera marcó a Johanna para siempre. Ese día juró que su lucha sería silenciosa, inteligente y, por sobre todo, alegre.
Ahora el futuro le pertenecía a Johannes, que no era bueno para los estudios. La educación de su hermano estaba a cargo de Esculapio, Obispo y reconocido maestro, que enseguida se dio cuenta que el chico no tenía futuro, pero vio en Johanna la luz natural de la inteligencia. Quiso convencer a Herbert del maravilloso milagro que significaría educar a su hija con las virtudes naturales que tenía, pero el bretón se le rió en la cara y le prohibió que le enseñase nada. Así que, al igual que Miriam, en el más absoluto secreto, agregó al latín el griego y la inició en la lectura de los clásicos como Cicerón, Virgilio, Homero y Platón. Luego disfrutaban disertando sobre las ideas de estos pensadores. También dejó en sus manos textos de Galeno e Hipócrates, que enriquecieron sus conocimientos sobre medicina.
Por insistencia e intermedio de Esculapio, Johanna es becada junto a su hermano para estudiar en la Escuela de Dorstadt, algo impensado para la época. Su padre se niega y sólo autoriza a su hijo. Para Johanna, tenía planes de casorio con un anglo recién llegado. Esa noche habló con su madre, quien le dio unas monedas que tenía escondidas y la bendijo. Se abrazaron por última vez. Johanna escapó de su casa y llegó a Dorstadt en un caballo robado una semana después. Allí se encontró con Esculapio, quien la acomodó junto a su hermano en un castillo, bajo la tutela del Conde Gerold, quien con el pasar de los años se enamoraría perdidamente de la adolescente. Y no digo “aparentemente” porque, cinco años después, ni bien el Conde se ausenta de su casa, llamado a las armas por el avance de los Normandos, la mujer de éste la obliga a casarse para sacársela de encima. Un duro golpe para nuestra protagonista, no sólo porque no quería casarse, sino que hacerlo significaba abandonar los estudios para siempre. Por suerte para ella, el día de la boda los Normandos entran a la ciudad, saqueando y dejando un tendal de muertos, entre los que se encontraba la familia de Gerold y Juan, su hermano menor.
En medio del caos ella logra escapar disfrazada con las ropas de un monje muerto. Vaga sin rumbo por estepas desiertas. Medita su situación durante semanas. Sabe que como mujer no tendrá chances de seguir estudiando. Casi le cuesta la vida y dos matrimonios. De repente tiene una epifanía, todo se ve tan claro, incluso escucha la voz de Dios que la bendice y le confirma un Destino grandioso. Al otro día se decide. Tiene consigo los papeles que acreditan la identidad de su hermano y una carta de recomendación de Esculapio a nombre de Juan. Volver a su antiguo hogar no era ninguna opción, sería su condena. Se cortó los cabellos y se rapó la coronilla, se fajó los pechos, se puso la túnica de monje benedictino y adoptó el nombre de su hermano menor, Johannes Anglicus (Juan el Inglés).
Tiempo después, en su camino a la deriva, se cruza con un grupo de Normandos cerca de Francia. Le sorprendió que fueran todas mujeres. Estas vikingas guerreras habían desertado de su clan, enemistadas con su jefe, al mando de Astrid, princesa escudera. Se habían establecido allí, en una pequeña granja a la vera del camino. Con ellas no hace falta hacerse pasar por Juan, pero aún así conserva los hábitos. Pasa meses allí, en los cuales aprende su idioma y sus costumbres. Escucha sus mitos y leyendas y ella a su vez las deleita con los griegos e historias bíblicas. También le salva la vida a Astrid, que casi muere intoxicada.
Quiso el destino que por el camino pasara una comitiva Papal que se dirigía a París. Ella intercedió entre ambos para evitar saqueos y heridos. Las guerreras sólo se quedaron con algunas piezas de oro y plata que el Papa mandaba en obsequios a Carlos el Calvo. Asumiendo su papel de monje benedictino, Juana se despide de las vikingas y se une a la comitiva romana. Entre ellos, entabla amistad con un monje anglo llamado Athelstan. Todos quedan maravillados con ese joven fraile, que no para de contar historias increíbles y chistes que divierten a todos.
En París, Athelstan la recomienda en un Monasterio como copista, donde deslumbra con su arte. Tiempo después es enviada a la Corte del Rey Carlos el Calvo con unos libros que éste había encargado. Dicen que el Rey quedó asombrado con este monje erudito, que no solo lo instruía sino que lo hacía reír y lo quiso retener dentro de su corte, para que se encargara de renovar la biblioteca real. Johanna aceptó, hizo un inventario y una lista de obras fundamentales que faltaban. Se presenta ante Carlos el Calvo y le pide ir a Atenas, cuna de la cultura y la sabiduría para reunir una colección tal de libros y manuscritos que harían de su biblioteca un reflejo de la antigua Alejandría. Esto deslumbró al Rey, que estimaba la cultura como un tesoro, y la envió con una pequeña comitiva a Atenas y a Constantinopla, donde conocería a la Emperatriz Teodora. Antes de emprender su viaje, Johanna vuelve sobre sus pasos y recluta a unas cuantas vikingas, que eran todo un ejército para su viaje. Astrid no dudó un segundo en prenderse a tamaña aventura. Le debía la vida.
Sobre este viaje no han quedado crónicas. Solo menciones indirectas de Martín el Polaco, que cuenta que en el camino paraban en cuanta Abadía, Convento o Academia se cruzaran, inspeccionando sus bibliotecas y adquiriendo libros y manuscritos valiosos. En Atenas pudo entrevistarse, estudiar y copiar libros del famoso médico Rabino Isaac Israelí. Juana se fue haciendo famosa a lo largo del viaje debido a disertaciones que entablaba con grandes sabios de la época, que quedaban mudos ante cierta insolencia en su manera de interpretar las sagradas escrituras y sus chistes pasados de tono.
En Constantinopla conoció a la mismísima Emperatriz Teodora, que ejercía como Regente del poder de su hijo Miguel III. Le hizo una invaluable donación de libros. Dicen que Teodora reconoció enseguida que detrás del tal Juan había una Juana y la tuvo a su lado varias semanas dándole consejos sobre el arte de la política y las intrigas y de cómo una mujer debía abrirse camino en un mundo hecho por y para los hombres. “La política y los milagros sin un espectáculo adecuado no sirven para nada”, le dijo la emperatriz bizantina. “Nunca te olvides de que los hombres son capaces de creer en cualquier cosa”. Algo de lo que Juana tomó nota y sabría sacarle jugo como nadie.
Todos los caminos conducen a Roma
De regreso, quiso hacer una última parada en Roma, donde la biblioteca del Vaticano ofrecía otro sin fin de colecciones. Dice Marianus Scotus que cuatro carros repletos de libros y manuscritos acompañaban la comitiva de Johanna cuando llegó a las puertas de Roma en el año 848. Ella tenía 26 años y la sabiduría de un anciano. Hacía dos años que Roma venía siendo saqueada por los Sarracenos, por lo cual encontró una ciudad devastada económicamente y militarizada. De hecho, estaba sitiada en ese momento por el Emperador Lotario, quien mantenía una vieja disputa con el Papa. Nadie podía pasar sin el permiso del Emperador. Pero a Johanna la acompañaba la buena estrella. Carlos el Calvo era el hermanastro de Lotario. Si bien vivieron haciéndose la guerra, ella tenía el salvoconducto e información que a este le interesaría.
El Emperador quedó encantado con aquel joven monje, que lo había hecho reír y le había contado historias maravillosas (sobre todo chismes de su hermano, al cual imitaba muy bien). Johanna se puso al día de los conflictos políticos y familiares de los herederos de Ludovico Pío y del conflicto que Lotario mantenía con León IV. Finalmente lo convenció, nadie podía negarse a ese monje tan carismático y puro. A cambio, le dejó en garantía aquel tesoro cultural que tanto tiempo y trabajo le había llevado reunir y le aseguró que intercedería ante el Papa para solucionar el conflicto entre ambos. Así pudo traspasar los muros Leoninos, levantados por León IV para proteger al Vaticano de los Sarracenos.
El Papa estaba muy ocupado y enfermo para recibirla. La negativa fue rotunda, debía esperar. Allí se enteró que París había sido saqueada por los Normandos, pero ya no le importaba esa ciudad. Durante la semana que le llevó convencer a Lotario, se informó bien sobre la situación política y económica de Roma y el Vaticano. Todo era un desastre. Miseria, pestes y hambrunas. Sabía perfectamente cómo abrirse paso en medio de aquella catástrofe. Gracias a sus conocimientos filosóficos y teológicos, obtuvo un puesto de docente en la Escuela Anglorum y posteriormente como copista de la biblioteca del Vaticano. También se destacó rápidamente en la Curia, donde deslumbraba con ingeniosos debates, entre Obispos, Teólogos y filósofos de alto fuste. Su personalidad, su aguda inteligencia y su buen humor le daban el carisma necesario para que nadie la olvidase y todos la tuviesen en cuenta.
Una nueva epidemia se desata en Roma, diezmando la ciudad. Deja la escuela y se aboca de lleno al cuidado de los enfermos. Inmediatamente se da cuenta de que es un brote de Cólera, redacta protocolos de higiene y cuidados intensivos y prepara para los enfermos dietas estrictas y brebajes que nadie conoce. Pero esta vez fue más allá y montó el espectáculo del milagro. Imponía sus manos sobre los enfermos invocando a Dios y hablando lenguas extrañas. Los moribundos sanaban rápidamente y todos reclamaban la presencia de Juan el sanador. Salvó miles de vidas y frenó la propagación de la epidemia enseñándole a la gente común hábitos de higiene y prevención. En poco tiempo, Juana era el monje más popular y querido de Roma. Todos le debían la vida de alguien, todos hablaban de aquel santo milagroso.
Gracias a su reputación de erudita y sus milagros médicos, fue llevada en presencia del mismísimo Papa León IV, que ya estaba gravemente enfermo. No solo lo curó de lo que podría ser una úlcera estomacal, sino que lo ayudó a resolver el conflicto que mantenía con el Emperador Lotario, quien todavía tenía sitiada la ciudad de Roma. Ella aprovechó la información y los datos que había reunido para armar una jugada diplomática. Esta muestra de sabiduría y tacto político le valió que el Papa la nombrara Nomenclator Papal, una especie de secretario y asesor, un consiglieri, diría un italiano. También pudo recuperar los libros, que enseguida donó a la biblioteca del Vaticano, lo que le valió halagos y admiración.
Así comenzaron las intrigas palaciegas. Anastasius, que pasó de Nomenclator a bibliotecario, comenzó a conspirar hasta lograr envenenar a León IV, quien murió el 17 de Julio del año 855. Anastasius daba por descontado que él sería el sucesor y ocupó el puesto sin ser elegido, lo que le valió el título histórico de Antipapa. Pero no fue fácil para él, ya que había quedado como sospechoso de la muerte de León, debido a los rumores que había hecho correr Johanna, que sabía muy bien cómo funcionaba el cianuro. Transcurrieron dos meses entre intrigas y negociaciones, hasta que el 29 de Septiembre y, para sorpresa de todos, Johannes Anglicus fue elegido Papa, quien tomó el nombre de Benedicto III.
La Papisa Juana y el Fin de los Tiempos
En aquel entonces no era necesario ser Obispo ni Cardenal para llegar al Pontificado y la votación se extendía a todos los ciudadanos de Roma, razón por la cual Juana ganó la elección por amplio margen. El pueblo romano nunca olvidaría lo que el famoso monje benedictino había hecho por ellos. Johanna no era ninguna estúpida y en el tiempo que sirvió a León IV conoció el tejido de las redes de poder que sostenían el Vaticano. Hizo todo lo posible para que Anastasius no fuese elegido. Su guerra silenciosa había triunfado. Pero ahora comenzaba otra, quizás más grande y peligrosa que la anterior.
Sin perder tiempo, y en vistas a las intrigas de Anastasius, quien la tendría en la mira de ahora en adelante, manda a buscar al Conde Gerold para nombrarlo Jefe de la guardia del Vaticano. Mientras tanto, con Astrid y sus guerreras crea la Guardia Pretoriana, hecho inédito en la historia de la Iglesia, no sólo porque eran mujeres, sino por paganas. Las bautizó para evitar conflictos innecesarios. Astrid pasó a ser Krista (seguidora de Cristo), toda una comedia. De esta manera Krista pasa a ser la Jefa de la Custodia personal del Papa y Gerold el Jefe de lo que hoy es la Guardia Suiza, es decir, un pequeño ejército a las órdenes del Sumo Pontífice. Gerold se convierte así en el escudero implacable de Juana, desarticulando intrigas y poniéndola a salvo de sus enemigos. También sucumbe a la tentación de lo que solo el tiempo y la distancia se habían encargado de aplazar, convirtiéndose en el amante secreto de la Papisa. Pero no fue un cónyuge, ni un hombre en el que Juana se apoyara como una mujer de la época con su marido. Todo lo contrario. Ni siquiera se podía acercar libremente a la Papisa sin cruzar el duro escudo de las salvajes Pretorianas.
Johanna estuvo sentada en el trono de San Pedro dos años, cinco meses y cuatro días, durante los cuales promovió reformas y llamó a sínodos como nunca antes se había hecho. Se ocupó de los más pobres y puso en práctica políticas de sanidad que mejoraron la calidad de vida del pueblo romano. Por esto la llamaron el Papa Populis. Abolió privilegios y promovió políticas de inclusión para darles lugar a las mujeres en la estructura de la iglesia. Modificó las liturgias y la interpretación de los textos bíblicos, sobre todo aquellos donde la mujer aparece como un monstruo y Dios como un ser sanguinario. Hizo correr el rumor por toda Roma de que se acercaba el Fin de los Tiempos y que el Señor Jesucristo estaba por volver. Quiso incorporar a la Biblia evangelios apócrifos, como el de María Magdalena, lo que provocó un serio conflicto dentro de la iglesia. Su última reforma fue crear escuelas para niñas, la más resistida de todas. Con esto, el avispero se agitó como nunca, lo que activó nuevas conspiraciones de Anastasius, que ya había aguantado demasiado de este Papa revolucionario y ahora tenía una excelente excusa para sumar aliados. Pero el ex Nomenclator de León IV no la tenía fácil. En su primer año y medio de papado Johanna se había metido en el bolsillo a la mayoría de obispos y cardenales, había sabido administrar bien el poder dentro del Vaticano, y la mayoría estaba conforme con lo que había recibido. Encima de todo, la papisa sepultó ese oscurantismo sacro con el humor y alegría que emanaba siempre y contagiaba entre sus pares. Supo infundir un optimismo evangélico convenciendo a todos de que la vuelta del Señor estaba cerca.
Con vistas a esto, conformó un Consejo de notables de doce integrantes entre Obispos y Cardenales, cuidadosamente elegidos de entre aquellos que concentraban más poder en Roma después del Papa. Incluyó a Anastasius, con un tacto a lo Vito Corleone: “Mantén a tus amigos cerca, pero a tus enemigos mucho más cerca”. Los llamó “Los Doce Apóstoles”. La misión era preparar una Cruzada evangelizadora como nunca antes en la historia, anunciando la vuelta del Señor y el Fin de los Tiempos. Las reuniones eran secretas y abundaba el humo de incienso, que en realidad era humo de hierbas narcóticas que dejaban en trance místico a los apóstoles. De esta manera los fue convenciendo que Dios le hablaba en sueños y les pedía que estén preparados para un gran milagro. Su guerra silenciosa estaba a punto de ponerse a prueba con el acto definitivo.
En ese momento clave, Johanna queda embarazada. Parecía que la mentira llegaba a su fin de la mano de un hijo. Esta verdad le costaría la vida a ella, a Gerold y a su primogénito. No había manera de ocultar un parto y menos a un bebé. Gerold, desesperado, la quiso convencer de que la única opción era huir, cambiar sus identidades y vivir juntos una vida tranquila alejada de Roma. Juana se burló de la actitud cobarde de su escudero. Jamás daría un paso atrás, no había nacido para eso ni su Destino era usar el disfraz de un hombre para siempre. Hacía mucho que lo venía planeando, incluso ese hijo era parte del plan. No había puntada sin hilo. Si no, ¿cómo quedaría ante la Historia el hecho de que una mujer había sido Papa escondida detrás del ropaje de un hombre para no cambiar nada? Jamás se permitiría tremenda debilidad y humillación. Para Pascuas contaría con ocho meses de embarazo. Más que suficiente para organizar bien el espectáculo.
La última cena
(Hechos basados en el Manuscrito de Anastasius. Codificado en los Archivos del Vaticano como MS 3762)
Johanna organizó una cena la noche anterior a Pascuas con los Doce Apóstoles. Vistió una simple túnica, que resaltaba su gran barriga. Los recibió afectuosamente, le lavó los pies a cada uno de ellos y les habló de los milagros que había hecho Jesús. También recitó de memoria Mateo versículo 24, donde el Hijo del Hombre da a entender que volverá en el fin de los tiempos. Luego tomó una jarra llena con vino, en donde Krista había diluido un polvo de hongos, una pequeña dosis que haría el espectáculo más vívido y estremecedor. Juana se hizo un pequeño corte en su muñeca y vertió unas cuantas gotas de sangre en la jarra y la bendijo. Luego lo sirvió en una gran copa de oro y la pasó diciendo: “Tomad y bebed todos de él, lo que están a punto de presenciar es un verdadero milagro de Dios”. La Papisa sabía que Anastasius estaba planeando envenenarla como a León IV, en complicidad con otros cinco apóstoles, uno de los cuales era su informante. A través de éste, convenció al “Judas” del grupo de que lo hiciera esa noche. Todos bebieron. Anastasius fue el último y aprovechó para envenenar el vino antes de pasárselo al Sumo Pontífice. Ella bebió lo que quedaba y mostró la copa vacía diciendo: “Dios me ha hablado nuevamente. El fin de los Tiempos está muy cerca. El Hijo del Hombre cumplirá su promesa y volverá para juzgar a justos y pecadores e instaurar definitivamente la paz y el amor en la creación del Santo Padre. Y lo hará a través de su Iglesia, que ha divulgado su palabra y evangelizado a la humanidad, preparándola para este acontecimiento. El Hijo de Dios renacerá en el seno de su propia Iglesia, de la carne de un Santo Padre. Hermanos míos…Dios Todopoderoso ha hecho un milagro único en el Mundo y en la Historia, un acontecimiento que habla por sí solo de su grandeza, y que por su naturaleza nadie podrá poner en duda…” En ese mismo momento Johanna deja caer su túnica quedando completamente desnuda, con su panza de ocho meses delante de un auditorio boquiabierto y sin palabras. “Dios me ha hecho mujer, y el Espíritu Santo ha concebido en mí, sin pecado, al Hijo del Hombre… ¡Alabado sea el Señor nuestro Dios!”, concluyó alzando sus brazos al cielo mientras se escuchaba un coro de ángeles y una luz caía sobre la milagrosa mujer (todo parte del espectáculo). La mitad de los invitados se postró en el suelo y dieron gracias a Dios por el milagro. Los otros seis tardaron unos segundos más. Luego dijo con una voz que hacía temblar las paredes: “Anastasius, el veneno que has vertido en mi copa junto con tus cómplices, Dios lo ha convertido en Ambrosía para fortalecer a su hijo, que llevo en mi vientre ¡Ya nada podrá destruir este Templo! – gritó, mientras sus manos recorrían sus pechos y su panza –. Soy la madre del Hijo del Hombre, la Eva de una nueva estirpe que gobernará la iglesia para una nueva era de amor y prosperidad”. Luego le pidió a Anastasius que se parase y fuese hasta ella. El bibliotecario temblaba y no paraba de llorar. Era un verdadero milagro. La dosis de veneno que había vertido en el vino hubiese matado un elefante en cuestión de minutos. Y ahora tenía a una mujer ante él que era más poderosa que cualquier rey o emperador. Ella lo abrazó y le dijo: “Si yo te condenara terminarías ahorcado como Judas Iscariote. Pero llevo en mis entrañas a aquel que perdonó a los que lo clavaron en la cruz. Dios Todopoderoso te perdona y te bendice. Es su Voluntad que los doce hombres que yo he elegido me ayuden a consolidar una nueva Iglesia”. Era tan fuerte lo que estaban presenciando que lloraban y se regocijaban de ser testigos de aquel milagro. Nadie dudaba de lo que estaban viendo. Todos fueron abrazados y bendecidos por la nueva madre de Dios. No había lugar para dudas.
Pasado el shock, Juana se vistió y les pidió discreción sobre el asunto. Les reveló, mientras cenaban, que anunciaría al mundo el milagro luego de la procesión de Pascuas. A los Doce Apóstoles les encomendaba la tarea de recorrer el mundo para anunciar la Buena Nueva. Después de cenar, todos tocaron su panza como si se tratase del Santo Grial y dieron gracias a Dios. Lloraban estupefactos ante aquel milagro. Los despidió de a uno y fueron escoltados por las Pretorianas hasta la Santa Capilla Papal, donde deberían orar hasta la procesión.
Había salido todo según lo planeado. El veneno no era otra cosa que un neutralizador del psicoactivo del hongo. Después de aquel espectáculo, el mejor jamás visto desde los Circos romanos, tenía en sus manos a los hombres más poderosos del Vaticano. Pero no se engañaba, no sabía cómo reaccionaría el pueblo romano y el mundo. Por eso ya había mandado desplegar todas las fuerzas de Gerold por fuera de los muros. Después de la procesión de Pascua, anunciaría con otro gran espectáculo el milagro, en la Basílica Constantiniana (hoy basílica de San Pedro) y se rebautizaría Papisa María I (estuvo tentada de usar el nombre de Lilith, pero hubiese sido una provocación innecesaria). Mandaría cerrar las puertas de la ciudad y resistiría detrás de los muros Leoninos cualquier resistencia al nuevo orden de cosas. Los Doce Apóstoles serían enviados a los distintos reinos católicos para asegurar la paz y adscribir a la Buena Nueva. Buscaría también el apoyo de Teodora y los herederos carolingios. Sabía que sería muy difícil, pero de última prefería morir sin disfraces.
Al igual que a su madre, un ángel le había anunciado en sueños una hija, a la cual llamaría María Magdalena, la única heredera al trono de San Pedro. Aunque esta vez el ángel no le había destinado a su prole ningún trono como a ella.
El último acto
En Pascua todo parecía ir según lo planeado. Todo estaba preparado en la Basílica, la gente sabía que el Papa haría un anuncio importantísimo y que verían un milagro. Pero en medio de la procesión, se adelanta el parto. Comienzan las contracciones, imposibles de disimular. La peregrinación era larga, llevaría horas entre caminos estrechos atestados de gente que se agolpaba para saludar y ser bendecida por el Papa. Los conocimientos médicos de Johanna le presagiaban que no llegaría a terminar la procesión antes de parir, y allí no había lugar ni tiempo para un espectáculo. Los dolores eran intensos, inhumanos. Sus gritos desgarradores detuvieron todo, la sangre debajo de su investidura ceremonial la delató. Todos querían socorrer al Papa, que parecía herido, al borde la muerte. Gerold, que había quedado a cargo de la seguridad de la procesión quiso impedirlo, intentó montarla en su caballo para escapar, pero la gente interpretó esto como un acto violento contra el Papa y lo molieron a palos. Krista y sus pretorianas la esperaban en la Basílica junto a sus Doce Apóstoles. No había nadie que la ayudara, su plan había fallado por poco. Se resistía a ser atendida mientras lloraba resignada lo cerca que había estado de ganarle una batalla a ese mundo horrible. La tumbaron en el suelo, la sujetaron fuerte de los brazos y piernas, las contracciones la apuñalaban en el vientre, no podía hacer nada, estaba inmovilizada, como clavada en una cruz, a punto de parir…Quizás Teodora tenía razón, con un buen espectáculo los hombres se creen cualquier cosa, pero los desenlaces del show son imprevisibles.
Algunos documentos dicen que dio a luz en público y fue lapidada por el gentío enfurecido, lo cual concuerda con los ánimos bíblicos y costumbres de la época. Otros, más apócrifos, que murió a consecuencia del parto junto a su beba. Un tercer testimonio, de César Baronio (Anales Eclesiásticos, MS 4976, pag. 564, siglo XVI), dice que la beba sobrevivió y fue criada por una familia patricia de Roma. Ella fue la madre de Teodora, quien junto a su hija Marozia, manejaron el Vaticano durante el siglo siguiente. Parece, si Baronio no se equivoca, que Juana al fin y al cabo, dejó su legado en la iglesia, y un fuerte mensaje entre las mujeres.
El Bulo del Papa
Esta historia tiene todos los ingredientes del mito o la leyenda. Hay testimonios gráficos y documentos apócrifos, pinturas al óleo y citas indirectas en diversos libros de la época. La Iglesia lo niega, de hecho Anastasio el bibliotecario, el mismísimo enemigo de Juana, se encargó de omitirla del Liber Pontificalis (libro de los Papas), aunque escribió en secreto el manuscrito recientemente encontrado. Sin embargo hubo una tradición, luego institucionalizada, que no fue negada y es parte de la historia oficial de la Iglesia, que perduró hasta la elección del Papa León X (1513-1521). Se llamó el Bulo del Papa, y confirma o confiesa indirectamente, la existencia de la Papisa Johanna.
La suplantación de Juana y el escándalo de proporciones universales que significaba el hecho de que una mujer había usurpado el trono papal sin que nadie lo haya advertido, obligó a la Iglesia a instaurar una nueva norma: el Bulo papal. Una prueba por la que todos los Papas debían pasar: un diácono estaba encargado de examinar manualmente los atributos sexuales del nuevo pontífice a través de una silla perforada, la sella stercoraria, (silla de los excrementos o inodoro, como diríamos nosotros). El nuevo pontífice se sentaba dejando que sus genitales cuelguen libremente. El diácono metía la mano por un costado y tocaba. Acabada la inspección, si todo estaba como la naturaleza lo había ordenado, debía exclamar: «Duos habet et bene pendentes» (“Tiene dos y le cuelgan bien”).
Me intriga saber por qué simplemente no le hacían levantar la túnica y mostrar sus atributos. Pero bueno, hay cosas del pudor cristiano que no se discuten, quizás fuese mejor tocar que ver (cada uno con su perversión).
En definitiva, debemos llegar a la conclusión que esta costumbre de tocarle los huevos al Papa, que se usó durante siglos, no tiene otra explicación que la que aquí se da. Sino que alguien me diga qué razones había de hacer esto si no era por el hecho de que una mujer, una vez en la historia, se sentó en el trono más importante del mundo, y estuvo a punto de cambiar la historia para siempre.
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