Sin pelos en la lengua

Sin pelos en la lengua

2018-05-12 Desactivado Por ElNidoDelCuco

Andrés García nació en Martín Coronado el 9 de octubre de 1976, barrio del Conurbano Bonaerense donde vive actualmente. En 1999 formalizó su relación con la escritura en los talleres de la Fundación COMACO. Estudió Filosofía en la UBA, y coordinó talleres de Literatura y Filosofía junto a Susana Boyadjian y Esteban Sánchez, en la Escuela de Creación Literaria de Culturactiva. Ganó concursos literarios de Ediciones Baobab y Fundación del Banco Cooperativo de Caseros, donde publicó en antologías diversas. Estudió Dramaturgia con Pablo Iglesias. Desde 2010 se desarrolla como productor de programas de radio.

Este es el primer libro publicado por el autor, que reúne una selección de cuentos y textos, difíciles de definir, que fueron escritos entre 1999 y 2014.  

SIN PELOS EN LA LENGUA

                   

                   Tenía pelos en la lengua. Lo noté una mañana después de lavarme los dientes y sentir que algo me raspaba el paladar. Fue duro creerlo, y asqueroso soportarlo. Al principio fue como una pequeña barba, algo que ensombrecía mi lengua, pero que raspaba por dentro y en ciertas oportunidades me daba náuseas. Los médicos me hablaron de un desequilibrio hormonal, me recetaron medicamentos y recomendaron estudios y análisis varios. Salí del centro médico con la sensación de que se habían reído en silencio, que me habían atendido como si yo fuese la mujer barbuda. Sin embargo no les dije nada, típico de mí, y me fui tragando los medicamentos sin chistar.

Volví al mes, cuando los pelos de mi lengua tenían ya tres centímetros de largo. No solo era repugnante comer y beber con ellos, sino que ya me costaba hablar con claridad, las “eses”, “erres”, “enes”, “g” y “d”, me resbalaban o se perdían en un zumbido peludo. El mal aliento era constante debido a que los pelos y la saliva lograban una mezcla letal de pantano, de verdín y restos de comida. Lo peor era que yo a esa altura me había acostumbrado, pero no mi familia ni mi novia, que decidió alejarse por un tiempo hasta que yo resolviese mi problema. No la culpo a Irene por su decisión, el error fue mío al besarla en la boca sin decirle nada; casi se desmaya después de haber vomitado hasta el vacío; creo que todavía me odia. Irene, te pido perdón.

Los médicos habían decidido rasurarme la lengua y comenzar con el tratamiento hormonal. Fue un rotundo fracaso. Los pelos comenzaron a crecer con más rapidez y fuerza. A los cinco días tenía una bola de pelos en mi boca que no me dejaba hablar; frecuentemente me atragantaba con un mechón que caía por mi garganta; un día casi me muero atragantado por un exceso de tos y pelos. Mi vieja comenzó a rasurarme la lengua todos los días para que pudiera comer, pese a la insistencia de los médicos que ya querían internarme y llevarme no sé a qué simposio. Me negué a seguir con el tratamiento que parecía empeorar el cuadro, pero empecé a preocuparme al ver que ni bien me rasuraban la lengua los pelos ya estaban ahí creciendo a una velocidad descomunal.

En el trabajo se burlaban en mi cara, me habían bautizado el Peludo, me hacían todo tipo de maldades, me regalaban gomitas de pelo, peines para muñecas, champú para los piojos y la caspa, crema de enjuague y esas cosas. Yo trataba de reírme con ellos pero por dentro sufría como un condenado. Hasta mi vieja me humillaba contándole a todo el barrio lo que me pasaba, decía que había salido medio deforme como mi papá.

Pensé en cortarme la lengua, pero temí que los pelos comenzaran a crecer por otros lados… quién sabe, podrían empezar a crecerme pelos en los ojos, lo que me impediría cerrar los párpados y luego ver, y lo peor de todo sería que no podría rasurarme los ojos sin lastimarlos, corriendo el riesgo de quedarme ciego. También podrían salirme pelos en las manos al punto de impedirme agarrar cosas, o en los oídos hasta dejarme sordo o hacerme estallar la cabeza por dentro debido a la presión que haría la bola de pelos. Estaba condenado a la incertidumbre de no saber hasta cuándo tendría que vivir con pelos en la lengua, que ya a esta altura era un mechón húmedo y maloliente saliendo de mi boca.

El día en que la idea del suicidio rondaba por mi cabeza como última alternativa, ocurrió lo que yo hubiese sido incapaz de pensar. Mamá y Carolina discutían en la cocina a los gritos; los insultos y los golpes bajos se dejaban oír sin pudor. Mis nervios comenzaban a desatarse peligrosamente, no me podía concentrar, no podía resolver si matarme con un arma o colgarme o cortarme las venas (ahogado jamás… tampoco el fuego o el tren). Entré furioso a la cocina con el revólver de mi difunto viejo, dispuesto a matarlas a las dos y después cortarme la lengua (a ver qué pasaba, no me iba a matar así porque sí), cuando escuché la última frase que pronunciara mamá antes del silencio cortante: “…te digo lo que siento porque yo no tengo pelos en la lengua querida…”. Fue más que suficiente para que mi mente quedara en blanco, para que el arma cayera al piso, para que se iluminara desde la nada la solución, la respuesta, la dicha, la felicidad. Un instante fuera del tiempo. Carolina  empezó a reír al ver el mechón de pelos saliendo de mi boca como una cola de caballo, una situación absurda y cómica prendida a las últimas palabras, que seguían rebotando en mi cabeza junto a las carcajadas que ya rozaban la insolencia.

Carolina lloraba de la risa y mamá se las tragaba por respeto frunciendo sus temblorosos labios. Como pude les empecé a cantar las cuarenta a las dos, entre zumbidos peludos descargué el odio guardado por tantos años, los reproches miserables que se pudrían dentro, escupí sus máscaras hipócritas y las mías también, y confesé las ganas terribles de matarlas y cortarme la lengua…

Cuando salí de la cocina las carcajadas seguían rebotando por toda la casa, seguramente porque no habían entendido nada de todo aquel zumbido peludo. Pero ya no me afectaban, me había sacado un gran peso de encima, me había liberado y ahora estaba dispuesto a ir hasta el final, era mi cura, el único camino. Toda una vida guardándome lo que siento, agachando la cabeza y diciendo que sí, viviendo como un esclavo que saca chapa de su obediencia. Eso se había terminado, ahora era un hombre libre dispuesto a romper con todas las cadenas que me ataban.

Estaba tan extasiado por esta liberación que hasta en la calle les decía a las personas lo que pensaba de ellas, sin pelos en la lengua. Horrorizados me  miraban, se persignaban, huían. En la oficina me sacaron a patadas mis propios jefes, les dije lo que en cinco años no me atreví a decir. Mientras me arrastraban por el pasillo les gritaba a Víctor, a Marcelo, a Laura, a todos los que miraban anonadados como me llevaban hacia la salida, cuánto los odiaba, cómo los aborrecía, lo mucho que me gustaría verlos en la miseria, aplastados por la desgracia. La adrenalina y la situación misma me excitaban cada vez más. Visité a los pocos amigos que tengo (o mejor dicho que tenía) y les vomité con detalles todo lo que me había guardado y más. Cuando llegué a la casa de Irene, ya se me habían caído casi todos los pelos de la lengua. Lloré de felicidad al sentir mi lengua lampiña. Ella se ahogó en llanto cuando escuchó las confesiones crueles y ruines que le hice. Eso sí, tuve la delicadeza de pedirle disculpas por el incidente del beso peludo. Igualmente me mandó a cagar.

No me volvieron a salir más pelos en la lengua. Tampoco puedo hacer amigos ni conseguir trabajo. En cuanto digo lo que pienso se me cierran todas las puertas. Nunca pensé que vivir sin pelos en la lengua iba a resultar más difícil que tenerlos. Me quedé sin familia, sin amigos, sin trabajo, cualquier desconocido se enoja conmigo en cuanto le digo algo. Quizás me tomé demasiado en serio esto, al punto de convertirme en un cínico, un indeseable. Pero hay algunos locos por ahí que me escuchan y se ríen. Oír la verdad sobre sí mismos les da gracia, les divierte la caricatura; así funciona a veces el humor, nos reímos de verdades que nadie se anima a decir. Esos locos me dan la razón y me dicen que el mundo todavía no está preparado para una persona como yo. Esas son las únicas personas que de vez en cuando me tiran un cobre para que pueda comer algo, que me dan alguna pilcha vieja o una viandita con lo que sobró de anoche. Me gusta estar con ellos porque me convidan cigarrillos y me escuchan y se ríen y me dicen que sí, que es verdad, mientras me dan unas palmaditas en la espalda y me invitan a seguir mi camino para que no los moleste más.

Pero fue Alejandro, el maestro, el que iluminó la cuestión cuando me regaló unos pantalones y me preguntó si realmente valía la pena perderlo todo solo por una lengua lampiña. “Un pelado con dos o tres pelos sigue siendo pelado”, me dijo. Fue otro instante fuera del tiempo, más que suficiente para que mi mente quedara en blanco. Solo pude prenderme un cigarrillo y seguir mi camino en silencio.

Rumbié para mi casa. Qué mejor lugar…

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Problemas de Metaphysica Vulgaris es un libro de cuentos de género fantástico, donde se mezclan historias desopilantes y dilemas filosóficos con las más cotidianas situaciones. Un hombre al que le crecen pelos en la lengua, el velorio de disfraces, un obsesivo cuidando un lugar en la cola del banco, los Reyes Magos complotando contra Papá Noel y una fuente de agua en donde los deseos se hacen realidad, son algunas de las propuestas de este libro lleno de guiños y magia.