HISTORIAS DEL FIN DEL MUNDO – SALAME

         Una tarde de esas, mientras aún vivía por allá, José fue a correr por el parque con su amiga Bea.
Bea estaba buena, sesenta y tantos, macanuda, que unos años más tarde se casaría con un salame de punta a punta.

Tomaban del pico, se contaban chistes malos de los que se reían a carcajadas y de vez en cuando intercambiaban dentadura de pura joda nomás. José lucía un comedor blanco, radiante con rouge de labial y Bea un piano perfecto con el que le costaba un horror mantener la boca cerrada. Así se la pasaban por allá, en las tardes ésas.

Hasta que, un buen día, Bea decidió casarse con un salame. Que encima ni siquiera era Cagnoli tipo fuet. Venía en una bolsita que nada que ver, pero no era Cagnoli. Y ahí andaba Bea con el salame, lo llevaba a tomar un feca, a comer tortita de limón y para dormir lo tapaba con frazada. Y el José miraba atrás de un árbol cómo tomaban el feca, la tortita de limón ensuciando el envoltorio y por la ventana espiaba a Bea que ponía la manta.

Una noche de esas Bea volvió tarde del bingo. Perdió guita a lo pavote ese día. Dejó las llaves, distraída salteó el living, la sorprendió la luz de su habitación, no había dejado la tele prendida, entró por inercia y ahí estaba, en la cama, desnudo, con muchas migas de pan en el pecho, mirando un programa de entretenimientos, ahí estaba José que se había hecho una picada: queso Mar del Plata, pan y sí, el salame. El envoltorio visiblemente abierto con la boca estaba tirado en el piso alfombrado. Bea contemplaba el horror. Él se puso de pie, las migas caían por su cuerpo peludo, algunas resistían, se acercó a Bea, le metió la mano en la boca para sacarle la dentadura, ella observaba inmóvil y él, José, alzó una rodaja, la última y la invitó a comulgar.

Bea no dudó.