ESO NO ES CIERTO

ESO NO ES CIERTO

05/06/2019 Desactivado Por ElNidoDelCuco
















Por ALEJANDRO PASCOLINI

         Empecé a trabajar en el hospital neuropsiquiátrico de hombres en el enigmático horario de las 8 de la mañana por unos honorarios que darían vergüenza a un mendigo.

El paciente en cuestión se llamaba Rodolfo y cuando le pregunto a la médica que había contratado los servicios de acompañamiento psicoterapéutico por su diagnóstico, esta me responde que no lo recuerda. Me pidió por favor que la espere ya que debía dirigirse a otra habitación de la institución a buscar el archivo de pacientes donde figuraba ese dato y me recomendó que me siente para esperarla en un sillón muy cómodo de su oficina. Irónicamente, cuando regresa con la historia clínica, luego de soplar su portada y llenar el aire de un polvo de color verde y negro, verifica que la paciente sufre de un síndrome caracterizado por una falta casi total de memoria. Podría decirse lo mismo de la profesional tratante, ya que convocó mis servicios para trabajar con una persona sobre la cual no sabe el porqué de su internación ni su problemática específica.

Minutos después, me invitó a visitar la habitación donde dormía Agustina, para lo cual debíamos bajar un piso por escalera. Extrañamente, al llegar al primer subsuelo, me hace saber que debíamos bajar un piso más para llegar a destino. Bajamos un piso más. Luego me comunicó que faltaba sólo un piso…

En definitiva, pasamos dos días bajando sin cesar escaleras y más escaleras. Por momentos el hambre y la sed producían en mí las mismas fallas en la memoria que según el archivo del hospital sufría la paciente. Por ejemplo, venían a mi memoria distintas imágenes (como solía suceder siempre) con la diferencia de que eran todas escenas anteriores a mis diez años, nunca posteriores a mi primera década de vida

En un momento resuelvo de forma muy decidida instar a la médica a que me lleve de una vez hasta donde me había prometido o en todo caso dar por terminada la excursión. Me dejó absorto su respuesta: “es el primer piso que bajamos, tené paciencia, falta un piso más” Semejante enunciado hizo temblar mis piernas y me obligó a sentarme en uno de los miles escalones de mármol blanco tiza. Pero en ese instante, una enfermera que se encontraba en un pequeño hall, mientras se inyectaba un líquido de color amarillo en una vena de su brazo izquierdo, me impidió ponerme cómodo arguyendo que era de mala educación sentarse donde no se debe. Por lo cual debí quedar parado temblando y del mismo color del líquido elegido por la asistente para drogarse.

“Vamos, tené paciencia, falta sólo un piso más. Ustedes los acompañantes son todos vagos, no saben lo que es el sacrificio de trabajar en un hospital”.

“¡No! Hace dos días que bajamos escaleras, estoy cansado”, fue mi réplica a lo que ella repuso: “Eso es mentira, no hace ni dos días ni dos horas, no me digas el tiempo que llevamos ni el tiempo que falta, acá el tiempo lo decido yo”.

Mis piernas ya no temblaron, sino que me desplomé al piso, nunca supe cuanto tiempo permanecí inconsciente, sólo que apenas recuperé las fuerzas me erguí todo lo que pude, apoyé mis brazos en la baranda y emprendí una intensa carrera escaleras arriba. Pero, al contrario de lo que pretendía, cuanto más intentaba ascender más descendía. En un esfuerzo increíble de voluntad esforzaba mi cuerpo hacia los pisos superiores escalón por escalón, pero atestiguaba con espanto que lo único que hacía era descender. Además, siempre que miraba al costado, encontraba la figura concentrada e impasible de la médica descendiendo junto a mí, en silencio.

Ya que parecía no poder escapar de semejante embrujo opté por hacer más ameno el eterno viaje. Por lo cual notando que la persona que me acompañaba no pronunciaba palabra alguna decidí yo iniciar la conversación.

En principio le hice saber donde había realizado el curso de acompañamiento. “Hice el curso en el hospital Moyano, con una docente pésima, pero por lo menos pude adquirir el título que me permitió trabajar”. Eso no es cierto, fueron sus únicas palabras.

Dispuesto a no darle demasiada importancia a su réplica continué hablando, ya que de todas formas su desmentida era mejor que su silencio.

“Además estoy haciendo la carrera de psicología, pero los únicos autores que son interesantes en la formación son Freud, Lacán y Chiche Gelblung. “Eso no es cierto”, fueron nuevamente sus únicas palabras. “¿No es cierto que estudio psicología, o que Freud, Lacán y Chiche son interesantes?” preguntaba yo tratando de encontrar una respuesta más consistente, que de mejor cuenta de las opiniones de mi única partenaire existencial en ese momento. Pero sólo volvió a repetir “eso no es cierto”.

Mientras seguíamos caminando escaleras abajo con la esperanza de encontrar por fin a Rodolfo, pensé que debía seguir charlando de lo que fuera, ya que era la única persona que veía en días (ya no se cuantos) de marchar y marchar. Era mi única referencia humana, lo único que me recordaba que era yo también un ser, lo único por tanto que me brindaba la noción de mi propia existencia.

“Además estoy en pareja, desde hace años y pienso tener hijos, y un perro” “Eso no es cierto”, una vez más destilaron sus fríos labios.

Ya resignado a que su único motivo de conversación sea desmentir cada uno de mis dichos seguí hablando y hablando, quizás por miedo a dejar de escuchar mi propia voz y percatarme de que ya no existo.

Luego, una y otra vez, ella sólo decía cuatro palabras, “eso no es cierto”, a cada una de las cifras de mi identidad.

Como les decía antes, al ser esta médica mi única referencia en días y días en lo respectivo a lo vincular y al tiempo y su flujo (ya me había dicho que el tiempo lo decidía ella) se convirtió en el único espejo de mi presencia. Por lo cual, todo lo que era su opinión sobre mí persona pasaba irremediablemente a ser mi persona. Pero como sus palabras se dirigían persistente y directamente a negar todo lo que yo sabía sobre mi cotidianeidad, la afirmación de mi vida se convirtió en su negación radical. Yo era lo que no era, bajando por escalones que por momentos no sabía si en realidad existían.

Pensé en hacer la prueba de referirle aspectos no ciertos de mi acontecer para saber si acaso respondía con otra frase que la que siempre elegía. Pero si por cada aspecto veraz que yo emitía sobre mí recibía como eco la negación de esa veracidad, si le enunciaba una mentira podía escuchar de su lado la afirmación de esa falsedad. Por tanto, si le mentía recibiría otras palabras y no aquellas que formaban de manera exclusiva su discurso y que ya eran mi única referencia, mi única certeza, mi único hogar simbólico seguro.

Entonces, no me animé a hacer ningún cambio: yo le digo una verdad, ella me la desmiente siempre con las mismas palabras y así la misma respuesta, sin incertidumbre.

Dispuesto a acelerar el trámite concerniente a entrevistar a Rodolfo tuve la idea de acelerar el paso y de bajar los escalones de a dos, de a tres, de a cuatro. Pero, ¿quién era Rodolfo? ¿Qué hacía yo ahí? ¿Por qué me apuraba? ¿Hacía donde me dirigía?

Identificado totalmente con la negación de cualquier certeza sobre mi acción, cualquier respuesta sobre las anteriores preguntas desembocaba en un callejón sin salida. Todo atisbo de realidad se ajustaba a estas únicas palabras: “eso no es cierto”.

Extenuado por el cansancio, el hambre y la sed, caí rendido en el piso y dormí profundamente.

En el sueño retornaron los recuerdos de mis primeros diez años: Jugaba y corría por el departamento de Flores con mis amigos del barrio. Nacido en Ramos Mejía y obligado por circunstancias familiares a mudarme a la capital, extrañaba el espacio infinito de las calles donde desafiar las obligaciones escolares.

Mi predilección era la escondida. Me especializaba en esconderme en lugares donde era casi imposible encontrarme. De hecho, a veces parecían no encontrarme nunca, dejándome escondido para siempre. De adulto me hubiese gustado enormemente tener esa habilidad para desaparecer, especialmente en situaciones de deuda de dinero y de amor…

Como Flores era un barrio muy transitado con alto grado de concentración de transeúntes y de automóviles, mis padres y los de mis amigos nos tenían prohibido jugar en la calle. Por lo cual, jugaba en el edificio donde vivía, sólo entre vecinos del departamento.

En el sueño, mientras escuchaba el conteo incesante de uno de mis compañeros lúdicos, corría pisos arriba y abajo buscando un escondite perfecto por las escaleras de la edificación de la calle Caracas. Luego, no recuerdo cómo terminó el juego, si fui encontrado y por ende obligado a salir de mi amparo, o si triunfé por no haber sido sorprendido para después regresar a mi hogar.

Pero el sueño fue real, fue certeza. Quizás porque en él mis amigos pronunciaban alternadamente mi nombre: ¡Rodolfo!, ¡Rodolfo!

Miren ustedes qué casualidad, mi nombre era el mismo que el del paciente que debía visitar y por lo cual estaba días y días atravesando hacia abajo el hospital psiquiátrico.

Ya despierto decidí no contarle el sueño a mi compañera de descenso. No necesitaba que imprimiera su “eso no es cierto” a la narración de mi experiencia onírica, ni tampoco temía que la sancione como real. Sabía que mi sueño me pertenecía más allá de sus palabras. Mi sueño no dependía de su opinión, mi sueño era mío, más allá incluso, de mi propia decisión.

Lo que me resultó intrigante era que el juego de las escondidas soñado, al igual que todos los recuerdos que venían a mi mente, era de mis primeros diez años de vida.

Sabía que había realizado el curso de acompañamiento terapéutico. Sabía que estaba estudiando en la facultad de psicología, pero no tenía una sola imagen del curso, de la facultad, de unos supuestos compañeros o docentes universitarios. También registraba la existencia de una novia, pero no podía describir su rostro, ni su cuerpo, ni su voz

Los únicos recuerdos que me eran reales, propios, vivaces, eran los vinculados a los juegos de escondidas antes de mis diez años, siempre antes. Eran mis amigos llamándome luego de buscarme al grito de “¡Rodolfo!, ¡Rodolfo!”, incluso avisándome que el juego se acercaba a su fin.

Por otro lado, me llamaba la atención que el color de las paredes y las formas de las ventanas fueran tan parecidas al edificio de mi niñez. Incluso los olores que percibía no parecían de un hospital sino de un departamento de familias. Tanto el sueño como esa realidad insoportable parecían hechos del mismo material.

A lo lejos se escuchaba un conteo: uno, dos, tres, cuatro, cinco…

También se escuchaban ruidos de otros pasos y risas de niños…

No sabía si estaba en un rol de adulto (acompañamiento psicoterapéutico) dirigiéndome a visitar a un paciente, o si estaba en mis diez años jugando a las escondidas. No discernía si la doctora que me acompañaba era en realidad una doctora o era una tía que me cuidaba, ya que mi madre falleció poco tiempo antes en un accidente de auto en Ramos Mejía, cuestión que motivó a la familia a mudarnos de barrio.

Por eso, quizás tanto miedo a que juegue en la calle y la obligación de mis cuidadores a que me entretenga en un lugar protegido de los automovilistas.

En ese estado de consciencia donde no se distinguía el sueño de la realidad pensé que no tenía más que diez años.

También reflexioné que en realidad era un adulto pero que mi memoria sólo había alcanzado la primera década y que luego sólo existía un vacío, el mismo problema diagnóstico que poseía el paciente con mi mismo nombre. Al respecto reparé que el paciente con problemas de memoria y yo podríamos ser la misma persona. Yo era Rodolfo que estaba internado por no recordar más que sus primeros diez años, yo era el que creía ser el acompañante psicoterapéutico, el que creía estudiar psicología, el que creía tener una novia y desear hijos y un perro. Ahora entiendo la médica que ante cada una de las certezas que vertía sobre mi vida (facultad, trabajo, novia) decía: “eso no es cierto”

Lentamente comencé a sentir un tambaleo, estaba por despertarme, pero el sillón en el que estaba era muy cómodo y me invitaba a dormir un poco más.

Abrí los ojos, estaba en la oficina de la psiquiatra despertándome de un profundo sueño. La médica había tardado demasiado en traer el legajo del paciente (Rodolfo) y me había dormido en la espera, eran las ocho de la mañana y el sillón, como les dije, era muy cómodo.

Parecía un ámbito de confianza donde me encontraba. Por eso, me animé a contar el sueño a la profesional: “¿Sabés? Soñé recién mientras te esperaba que tenía un problema grave de memoria y que era yo el paciente y no el que debía trabajar con él. Soñé que era yo el que estaba internado aquí. Que bueno que fue todo un sueño, saber que soy un profesional adulto, que realiza su carrera y vive su vida como los demás”. Pero la respuesta de mi interlocutora fue contundente: “eso no es cierto”.

  

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