EL TEATRO SIEMPRE HACE POLÍTICA

EL TEATRO SIEMPRE HACE POLÍTICA

21/07/2018 Desactivado Por ElNidoDelCuco

El teatro de arte en Buenos Aires es un fenómeno insoslayable. La mayor parte de sus producciones, sin abandonar su espíritu rebelde, exhibe día a día un mayor nivel profesional. Allá por mediados de los ‘80 un grupo de teatristas ocuparon el viejo local del Teatro del Pueblo – rebautizado Teatro de La Campana – y lanzaron un desafío. Dijeron: “es tiempo de unir belleza con resistencia”.
Como si fuera una profecía, se está cumpliendo.

Por Ariel Stieben

 

          El teatro de arte siempre es rebelde y por eso siempre es político. Cuando le toca, le pone el pecho al autoritarismo, en tiempos de bonanza institucional se enfrenta al mercantilismo, a la banalidad y al mal gusto. En todos los casos, necesita romper con las modas: es decir, hace política. En la Argentina, especialmente en Buenos Aires, el teatro de arte está identificado con el teatro independiente y, por carácter transitivo, con  las pequeñas salas. No siempre es así. Tampoco lo fue. Hubo épocas en que los grandes escenarios eran compartidos por el anarquista Florencio Sánchez y el farandulero Florencio Parravicini. En los grandes escenarios nació el sainete, que a veces tocó la cumbre del mejor arte popular. Luego el grotesco, de la mano genial de Armando Discépolo. En las salas oficiales y comerciales aparecen cada tanto brotes de calidad artística, difícilmente encuadrables en lo que se llama vanguardia, pero no menos significativos.

La identificación entre teatro de arte y salas independientes se produce, seguramente, desde el día en que Leónidas Barletta fundó el Teatro del Pueblo, en 1930. En Argentina se instaló ese año el ciclo autoritario que, si bien en lo institucional tuvo alternancias democráticas, en lo cultural aplicó siempre reglas abusivas.

Por inspiración personal, arrastrado por las circunstancias que se vivían en el país y en el mundo – o por ambas cosas – Barletta advirtió que el teatro podía mutar en foco de resistencia cultural. Por eso convirtió su pequeña sala en un verdadero mitín de artistas. Convocó a poetas, escritores, pintores, titiriteros y bailarines e instaló la costumbre del debate como una prolongación infaltable del espectáculo. Nació así el teatro como fenómeno expresamente político.

Detrás del Teatro del Pueblo surgieron decenas de grupos y salas. Tan importante fue el brote que llegó a constituirse en un fenómeno que no sólo movilizó Buenos Aires, sino que se expandió, por contagio, a la mayor parte de las capitales latinoamericanas. Ese movimiento se fue transformando al compás de los avatares políticos que vivió el país. Con la caída del peronismo, fueron  desapareciendo los grupos estables con sala propia, muchos de ellos vinculados a las estructuras de la izquierda política. De última, los teatros independientes fueron parte de la resistencia cultural antiperonista y, desaparecido el gobierno de Perón, se rompió el vínculo con el espectador politizado.

Pareció que el teatro de arte languidecía. Desaparecieron las salas mayores, cayeron en desuso los grupos estables, se modificaron las reglas del juego, pero el teatro no perdió vigencia. Disfrutó de la primavera durante el gobierno de Illia, pero nuevamente atravesó sofocones en los tiempos de Onganía y Lanusse. Alcanzó estatura beligerante al enfrentar a la dictadura y crear Teatro Abierto.

Hasta que llegó la democracia, y el teatro de arte quedó solito con su alma. Dejó de ser la voz casi única de la resistencia política. Durante más de cincuenta años aprovechó los espacios más o menos estrechos que la censura le dejaba y habló. A veces en voz alta, otras susurrando. Se hizo dueño de la metáfora. Se creó en ese tiempo una complicidad entre teatristas y espectadores que se terminó en Diciembre de 1983 y también se terminaron muchos espectadores. Ocurrió que, a partir de ese momento, todos hablaron.

Ya no había que ir al teatro para escuchar la palabra oculta. El cine, la televisión, el periodismo, el libro, descargaron sus verdaderos contenidos y ni la exclusividad de las puteadas le dejaron al escenario. Pareció que esta vez sí el teatro de arte iba a quedar arrinconado. Pero no: acomodó sus huesos una vez más y recuperó una vitalidad notable. Al perder las muletas que privilegiaban los contenidos sobre las formas los teatristas entendieron que había llegado el tiempo del oficio, así como hubo un tiempo de mensaje.

Apareció el teatro más maduro, más profesional y mucho mayor fue la oferta. Cualquier día Sábado de los meses de plena temporada, en Buenos Aires se presentan casi 300 espectáculos, entre teatro para niños, musicales, unipersonales, shows y toda la fauna de las morisquetas y eso que esa lista registra sólo los espectáculos que aparecen en las carteleras de los grandes diarios. En cada barrio, en casas de familia, garages o bares de diversa índole alguien se pone debajo de una luz y lanza su rutina ignota. No hay en el mundo llamado occidental una ciudad con tanta vitalidad teatral. Es más: la mayor parte de los espectáculos están basados en obras de autores argentinos. Es cierto que tanta oferta no se condice con la cantidad de espectadores que convoca el teatro de arte. Los espectáculos en su mayoría se realizan en salas de 100 butacas de promedio y no cumplen más de dos funciones por semana. En los ‘60 se podía llegar a siete funciones semanales, y una obra teatral como “Requiém para un viernes a la noche” de Germán Rozenmacher colmaba una sala de 700 butacas.

De todas maneras, el teatro de arte en Buenos Aires es un fenómeno insoslayable. La mayor parte de sus producciones, sin abandonar su espíritu rebelde, exhibe día a día un mayor nivel profesional. Allá por mediados de los ‘80 un grupo de teatristas ocuparon el viejo local del Teatro del Pueblo – rebautizado Teatro de La Campana – y lanzaron un desafío. Dijeron: “es tiempo de unir belleza con resistencia”.
Como si fuera una profecía, se está cumpliendo.