MEMORIAS DE UNA JOVEN FORMAL
30/11/2022 Desactivado Por ElNidoDelCuco
Por FACUNDO GARCÍA
Facultad de Nanterre, en las afueras de París, fines de 1966. El rumor corre entre las sentadas y los debates de los estudiantes: el mismísimo Jean-Luc Godard está en el campus. Llega al volante de un Alfa Romeo azul, y pasa las tardes en la cafetería, fumando y tomando notas, mientras espera a una estudiante de filosofía ataviada con impermeable y gorra. Anne Wiazemsky, diecinueve años, la estudiante en cuestión, quiere que la tierra la trague. Mil veces le dijo a su flamante novio que prefiere soportar el apiñamiento del tren, entre obreros argelinos, estudiantes y trabajadores, e ir sola a la universidad que se erige, moderna, frente a la barriada más miserable del extrarradio parisiense. Bastante tiene ya con su timidez, que la hace ocultarse tras la gorra para que sus compañeros no reconozcan en su cabellera pelirroja a Marie, la protagonista de Al azar, Baltasar, la película de Robert Bresson con la cual acaba de debutar en el cine y que, empieza a darse cuenta, acaba de cambiarle la vida a la velocidad crucero en que está cambiando también el mundo a su alrededor.
Anne Wiazemsky fallecio en 2017 a los 77 años, con más de treinta películas en su haber, donde actuó para Godard, Pasolini, Garrel y André Téchiné entre muchos otros; y un puñado de novelas que empezó a escribir cuando su carne ya no era tan fresca y lánguida como para seguir siendo musa del cine de autor. Wiazemsky se convirtió entonces en musa de sí misma: en El libro de los destinos (1998) ficcionalizó la historia de su familia paterna, aristócratas rusos a los que la revolución de 1917 les rompe su vida de fantasía; en La joven (2007) contó su primer verano de juventud, cuando en 1965 una amiga le presenta a Bresson y el ya por entonces mítico director se obsesiona con esta chica de ojos grandes y mirada triste, a quienes sus compañeros de rodaje apodaron La Pequeña Prisionera. Bresson la ponía como ejemplo de su método de trabajo: “Miren a Anne. Ella es Marie porque acepta ser ella misma, sin darle intención ni psicologizar al personaje”. En 2009, Wiazemsky publicó Mon enfant de Berlin, donde cuenta la historia de sus padres, el príncipe ruso Wiazemsky y Claude Mauriac, hija del escritor y Premio Nobel François Mauriac: un pater familias católico y fiel a De Gaulle, que será la figura del Viejo Mundo contra la que su nieta Anne, a su pesar, se rebelará. Ya en La joven, Wiazemsky había dejado la puerta abierta para otra novela de iniciación: hacia el final relata la entrevista que Godard les hace a ella y a Bresson para Cahiers du Cinéma. Lo que no cuenta es que a Godard, a pesar de los elogios a la película, le importaba muy poco Bresson. Lo que quería, mientras su matrimonio con la actriz Anna Karina se iba a pique, era una oportunidad para conocer a la adolescente que lo había fascinado en la foto de rodaje de Al azar, Baltasar que había publicado Le Figaro.
Esta anécdota es una de las que abren Un año ajetreado, la última novela de la escritora . En esta suerte de continuación de La joven, Wiazemsky escribe con la emoción y la mirada impresionable de su juventud, como si hubiera vuelto a los diecinueve: comienza con el impulso que la lleva a escribirle una carta a Godard después de que Masculino Femenino le robe el corazón y la respuesta inmediata del director, que vestido de tweed en pleno verano la va a buscar al castillo del sur de Francia donde Anne pasa sus vacaciones escuchando a Chopin y recogiendo duraznos con su mejor amiga. “Sí, allí estaba, a las doce, delante del ayuntamiento, vestido de calle, con un libro en la mano –cuenta–. Unas gafas de sol le ocultaban en parte los ojos, pero mucho menos de lo que decían los periodistas. Lo veía chispear de alegría, una expresión acorde con su sonrisa franca e infantil.” Así, la autora comienza a retratar el año que vivieron en idilio, el preludio de un matrimonio conflictivo de doce años del cual, sin embargo, no dice una palabra. Tal vez porque sabe que de ahí, como de casi todo en una vida donde las figuras más importantes de la Francia intelectual entran y salen en un cameo constante, vendrá en algún momento otra novela.
Durante Un año ajetreado, Anne vive una tensión entre su vida familiar burguesa, que transcurre entre cócteles en la editorial Gallimard y vacaciones de esquí, y su vida amorosa, deslumbrada por el mundo en el que Godard se erige como su mentor, y ella se siente una igual entre filósofos, cineastas y artistas. Wiazemsky cuenta con una fascinación que enternece: “Al escuchar a Jean-Luc conversar con Rivette, Truffaut, Francis Jeanson o Michel Cournot, me daba la sensación de descubrir el mundo a través de sus ojos, sus palabras, y ese aprendizaje de la vida me colmaba”.
Godard quiere casarse mientras se besan en los muelles, los bosques y los cines. Quiere verla todos los días, conocer a sus amigos, ir de vacaciones al mismo lugar donde va su familia, quiere que sea sus ojos y sus oídos en el cada vez más convulsionado campus de Nanterre. Le manda telegramas, regalos, cartas, libros. Quiere que le gusten sus directores favoritos: Kazan, Rossellini, Louis de Funès. Una intensidad que, a tono con la época, también es política: quiere, finalmente, convertirla en protagonista de una película que resuma su fascinación por la Revolución Cultural China y las promesas de un socialismo joven y revolucionario. Una película que soñó filmar en China y terminó filmando en su departamento parisiense, y que tiempo después se consideraría el film que anticipó las revueltas de 1968: La Chinoise.
Más allá del chisme cinéfilo o una “novela de iniciación con celebridades”, como dijo alguna crítica del libro, lo que hace Wiazemsky en su obra, sutilmente, es trazar la novela de iniciación de toda una época: entre su tradicional familia y su nuevo mundo, entre el encorsetado gobierno de Georges Pompidou y la protesta estudiantil, París iba a arder. Y esa faceta previa, ese momento justo antes de que el corazón de la vida cotidiana y la política dieran un vuelco, es lo que se lee entrelíneas en Un año ajetreado. “¡Comienza un nuevo mundo!”, le dice Godard a su novia. “La Revolución Cultural China le parecía el justo antídoto a la vieja cultura europea. Me bombardeaba a preguntas sobre los inicios de una supuesta revuelta estudiantil de la que yo no detectaba el menor indicio. ‘¡En ese ámbito, hay que acabar con todo, rehacerlo todo!’, profetizaba.” Nanterre, donde estudia Anne, iba a ser el epicentro que irradiaría el temblor hacia París: en sus pasillos se cruza con un pelirrojo cancherito, Dani –nunca llama por su apellido a Cohn-Bendit, futuro cabecilla de la revuelta de un año después– que intenta conquistarla y atraerla hacia las reuniones clandestinas de “los anarquistas”, un grupo que promueve el sabotaje de los exámenes y proclama la frustración sexual que deviene de ellos, teoría que Godard retomará en los monólogos de La Chinoise, como tantas otras escenas de la vida conyugal de una relación que mezclaba vida íntima y cine, realidad y ficción, en partes iguales.
Lejos del “Verano del Amor” hippie de ese año, lejos del rock y la psicodelia del otro lado del océano, el termómetro de la sociedad francesa ya había empezado a dar síntomas de febrícula a fines de los ’50, entre la clandestina La batalla de Argel, los escritos de los situacionistas y la nouvelle vague. No es casual que uno de los primeros incidentes que prenden la mecha del Mayo Francés sea en torno del despido de la Cinemateca Francesa de Henri Langlois –padrino de la nouvelle vague–, uno de los pocos lugares donde los universitarios que veneran a la santa trinidad de Althusser, Lacan y Foucault y que crecieron entre Los 400 golpes y Sin aliento, sienten que pueden respirar. En ese contexto, en el mismo año que Anne enamora a Godard, Guy Debord publica La sociedad del espectáculo y empieza a asomar en las calles parisienses el prêt-à-porter de Mary Quant, a tono con la liberalización de las costumbres que los estudiantes reclaman. Francia, justo antes del año ’68, es una sociedad pacata y reprimida –“medieval”, dice Wiazemsky– donde ni siquiera Godard consigue un médico que le recete pastillas anticonceptivas a su novia menor de edad; y a pesar de la revolución sexual en marcha, el casamiento es la única alternativa para poder vivir el amor entre el cineasta casi veinte años mayor y la nieta rebelde del Premio Nobel de derecha.
Si Godard venía explorando en sus películas previas la insatisfacción de una juventud que por primera vez en la historia se erigía como clase social y agente de cambio al calor de los massmedia, con La Chinoise concentra el preludio y el fracaso de las revueltas del ’68. Godard cristalizó esa insatisfacción en un gran artefacto pop, mezcla de happening político, falso documental y proclama maoísta, donde cinco enfant terribles, con Anne a la cabeza, intentan armar ese verano de 1967 una célula política para aplicar las teorías del Libro Rojo de Mao. “26 de marzo de 1967. Más planos de discusiones y cosas ininteligibles. Soy una abominable teórica”, escribe Anne en su diario de rodaje. No está interesada ni en las proclamas de su personaje ni en la verba inflamada de Dani y los suyos (que confunden, excitados, a un papparazzi que la persigue en el campus con los servicios secretos, en una de las mejores escenas del libro): abandona la facultad para dedicarse a la actuación y la fotografía.
El desenlace es justo antes de la fiebre del ’68. “Tenía ganas de escribir algo alegre, un momento rico en emociones y experiencias. Por eso me paro en ese año previo. No tenía ningunas ganas de hablar de la ruptura y la separación. Ni siquiera sé si Godard ha leído el libro”, dijo Wiazemsky en una entrevista. Si el cine, para Godard, consiste en “hacer durar un poquito algo excepcional”, estas memorias de un momento clave en la historia del siglo XX van por el mismo camino. A partir de ahí, Anne protagonizará otras películas esenciales de la etapa más políticamente radical de Godard (Week end, Todo va bien); el director, con cámara en las calles, será fundamental en el boicot al Festival de Cannes de ese año; las barricadas “escandalizarán al burgués” y coparán el Barrio Latino; será el fin de la década de De Gaulle. Y tanto el matrimonio del director estrella y la actriz incipiente como las huelgas y el ambiente festivo empezarán, lentamente, a languidecer. Ese “año ajetreado” había expandido para siempre, como le diría Sartre a Cohn-Bendit, el campo de lo posible. Y en la vida de Anne Wiazemsky y de toda una generación comenzaba la adultez. “Me engañaba. Creía haber dado un gran salto hacia delante cuando sólo había dado los primeros pasos de una larga marcha.” Con esas palabras, dichas por su personaje, concluyen La Chinoise y estas memorias.
También toda una época.
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