Phil Connors, el personaje que aprende
15/10/2023 Desactivado Por ElNidoDelCuco
Por JAVIER PORTA FOUZ
Cinco minutos después, una hora después, un día después, una semana después. A veces incluso años después se nos ocurren respuestas, cosas que tendríamos que haber dicho en ese momento crucial, en ese momento que no parecía crucial, pero resultó que lo era, claro que lo era. Lo no dicho, o lo dicho de otra forma —es decir, a fin de cuentas, lo no dicho, porque el qué es el cómo— a veces, demasiadas veces, nos persigue durante mucho tiempo. Hay gente para la cual la palabra es tan fundamental —o debería serlo, y en realidad debería serlo para todos— que recurren a asesores, a entrenadores del discurso, a sabios, a un gurú, al Patriarca de los Pájaros. También recurren a eso que ahora llaman coacheo —ay, la terminología actual para tantas cosas es tan oprobiosamente fea— para tratar de hablar mejor o «de comunicar» mejor.
En la Argentina, en la década de los noventa, en la mitad, en el corazón —si es que las décadas tienen corazones— ocurrió la reelección del presidente Carlos Saúl Menem. Su principal contrincante fue José Octavio Bordón, quien a la hora de los votos no llegó ni a acercarse en términos numéricos y nunca llegó a ser una amenaza para el triunfo del riojano. Esa campaña de 1995 fue más bien televisada, todavía no «había vuelto la política» de los actos masivos, y tampoco hubo debate sino apenas unos cruces catódicos de aquellos dos candidatos en alguna salida al aire puesta en paralelo, o con pantalla partida, el «doble vivo» en el que un protagonista escucha al otro mediado —casi siempre banalizado— por el periodismo. En uno de esos cruces catódicos los candidatos hablaban de golf; Menem jugaba al golf y hacía de eso un signo de distinción o de estadista en la pomada, a tono con los tiempos, o al menos lo vendía como un signo de que podía compartir confidencias con otros presidentes que jugaran a ese deporte. Menem le preguntó a Bordón si en el caso de llegar a ser electo presidente iba a aprender a jugarlo. Bordón no supo bien cómo salir de esa situación, cómo responder con efecto y malicia esa pregunta ladina. O al menos eso nos contaba el encargado de la comunicación de Bordón en esa campaña, un periodista que era profesor de la carrera de Comunicación Social en la Universidad de Buenos Aires. El profesor asesor nos contaba que se había quedado pensando en esa respuesta clave que, según él, podría haber cambiado las cosas.
Seguramente exageraba, esa forma tan extendida de mentirse y creerse. Nos contaba también que había pensado durante meses en la respuesta a esa pregunta sobre el golf y que había llegado a la conclusión, mucho tiempo después —cuando ya no servía para nada—, de que la respuesta tendría que haber sido: «Sí, presidente Menem, pienso aprender a jugar al golf, pero con un profesor que no sea usted». La respuesta a esa pregunta, que ni siquiera tendría que haber dicho él mismo, obsesionaba al asesor. Las palabras justas no dichas por parte de su cliente lo perseguían de forma fantasmal. ¿Era asesor?, ¿o era jefe de campaña? Las palabras justas son difíciles de encontrar, tanto para decirlas uno como para que las diga otro, sobre todo para que las diga otro, sea un político o un personaje.
Al escribir personajes para el cine —dicen los que saben— hay que encontrarles, entre otras cosas, la forma de hablar. Y no hay que hacerlo simplemente con una fórmula que puede llegar a pasarse de sólida a estólida: ya sabemos lo que nos decía Jorge Luis Borges sobre el compadrito, eso de que no tenía que hablar siempre como uno imaginaba que hablaban los compadritos. ¿Qué es lo que dice un personaje? Lo que le escriben, lo que el actor improvisa, una negociación entre estos y otros elementos entre los que está el azar… Lo cierto es que uno muchas veces tuvo o tiene el berretín de poder hablar como los personajes de Humphrey Bogart en las películas de los años cuarenta, o de apenas abrir la boca y farfullar como John Wayne en algunas películas de John Ford o de Howard Hawks. Sin embargo, si uno se pone a pensar seriamente en el personaje que mejor pudo armar sus diálogos, sus decires, ese puesto debería ser para Phil Connors, el meteorólogo interpretado por Bill Murray en Groundhog Day, es decir Hechizo del tiempo en su estreno en cine en Argentina, Atrapado en el tiempo en España y muchas veces presentada en televisión con una traducción más literal: El Día de la Marmota.
El meteorólogo Phil Connors estaba en Punxsutawney, un pequeño pueblo que despreciaba. Y allí se despertaba una y otra vez para vivir el mismo día con conciencia de haberlo vivido ya, mientras para el resto del mundo se trataba de un día que vivía por primera vez, un día incierto que para Phil Connors era cada vez más terreno conocido. Se trataba de una idea argumental virtuosa y genial que no pocas veces se ha descrito como borgeana. La historia era de Danny Rubin, y el guión fue escrito por él y el director Harold Ramis. Groundhog Day es uno de esos no tan infrecuentes ejemplos de cómo el cine, a veces, entrega obras maestras en función de una combinación irrepetible de elementos, una alquimia impensada: ni Rubin como guionista ni Ramis como director estarían nunca más ni cerca de lograr otra película así de gloriosa, así de perdurable. Entre otros elementos alineados para esta comedia perfecta el elenco estuvo en su totalidad y todo el tiempo en estado de gracia, y la actuación de Murray como Phil Connors tal vez sea la mejor de su ya legendaria carrera.
Al tener la oportunidad de repetir el día que ya había vivido pero los demás no, Phil Connors se convertía en experto en una jornada y tomaba cada vez más ventaja. «El diablo sabe por diablo, pero más sabe por viejo» o, como el mismo Phil Connors pensaba, luego de decir que él mismo debía de ser alguna clase de dios: «Quizá el Dios real haga trampa; tal vez no sea omnipotente, sino que ha estado dando vueltas tanto tiempo que lo sabe todo». Saberlo todo también incluye saber qué decir en cada caso. Los personajes de cine saben —o mayormente saben— qué decir en cada caso y cómo decir lo que dicen, o con qué cara callar lo que callan, porque el silencio también es una forma del diálogo, y no siempre el que calla otorga. Phil Connors, personaje de cine, personaje de comedia metafísica, además, tenía la ventaja —y los motivos argumentales— para poder pulir sus diálogos, para decir sus frases con perfección, para saber qué palabras eran clave para conseguir lo que quería de los demás habitantes del pueblo en cada ocasión. Tenía por delante algo que parecía ser una eternidad para practicar, algo así como un extraordinario estado de inmortalidad concentrado en una sola jornada. De esa manera, podía practicar ad infinitum la habilidad de embocar cartas en un sombrero a buena distancia, aprender a tocar el piano de forma excelsa y además saber exactamente cuándo habría una brisa al cruzar determinada calle, entre muchos otros saberes para aplicar en aras de su beneficio, su esperanza, su cinismo y su desesperación (porque también practicaba morirse, pero sin resultado alguno: estaba condenado a vivir encerrado en un día frío). También, claro, sobre todo, podía practicar sus decires, sus diálogos, sus frases, sus respuestas, ante Rita (Andie MacDowell), la productora del canal de televisión de Pittsburgh para el que ambos trabajaban.
Como tantos otros grandes relatos, Groundhog Day también nos revela sutilmente sus coordenadas en sus primeros minutos, lo que en narratología suele denominarse como intriga de predestinación: ahí están las nubes tramando algo, ahí está la fugaz mirada de amor a primera vista de Phil hacia Rita, esa certeza fulgurante del alma que Phil se encarga de negar inmediata e inútilmente —lo sabemos, somos espectadores expertos— con todo lo demás presente en su gestualidad. Con el correr de los días —o del día— Phil sabrá finalmente lo que ya sabían sus ojos desde el principio: se ha enamorado de Rita.
Decide aprender a decirle lo que él supone que Rita quiere escuchar y se empecina en aprender qué es lo que tiene que decirle a Rita. Y así tendremos la notablemente montada secuencia del bar con el vermut dulce, los edificios de Roma tocados por el sol de la tarde y la plegaria antes de brindar por la paz mundial. Y luego tendremos otras situaciones, entre ellas las respuestas y ocurrencias de Phil ante la configuración de hombre ideal que Rita le describe frente a sus preguntas, muchas veces toscas. Y este es uno de los errores de Phil: incluso para ensayar las grandes respuestas también hay que preguntar con clase. Y Phil pregunta mal, apurado, desdeñoso, ansioso. Sin embargo, porfía, insiste, atropella, y con esas respuestas de Rita intenta armar los diálogos del día siguiente, y del siguiente, y del siguiente y del que sigue. Pero esas respuestas de Rita no son las que busca Phil, son —apenas— las que consigue. Son las que provienen de las preguntas formuladas aprendiendo de memoria «lo que hay que decir», las preguntas atolondradas y empachadas de estrategia. A «lo que hay que decir», a esos modos poco fluidos, a esa forma de interactuar con palabras un poco demasiado recién aprendidas Rita responde de forma incómoda (y vendría mejor una palabra en castellano con más equivalencia —también sonora— con awkward). Rita responde con recelo porque Phil intenta aprender el diálogo solamente con fines informativos, instrumentales. Y mejorar el diálogo es otra cosa, que implica aprender más allá de memorizar. Phil Connors, el personaje que puede ensayar y ensayar la elección de las palabras y su orden, el tono, la acentuación de las frases y el énfasis, el que podría tener los mejores diálogos, aprenderá a hacer los mejores diálogos cuando aprenda más cosas además de disfrutar de los beneficios de una pseudoeternidad. Phil llegará a saber los mejores diálogos cuando finalmente encuentre algo así como su alma, cuando la puesta en palabras sea algo más que un instrumento para otros fines, cuando el lenguaje sea un punto de llegada y le permita acceder a la aventura de encontrarse a sí mismo.
*Nota publicada en Jot Down, Diciembre de 2012.
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