UNA BATALLA CONTRA EL TIEMPO

UNA BATALLA CONTRA EL TIEMPO

05/04/2020 Desactivado Por ElNidoDelCuco

 

 

 

 

 

 

 

 

Por SERGIO DI BUCCHIANICO

             ¿Los recuerdos podrían ser algo así como un resguardo que el cerebro nos concede para poder soportar la incertidumbre del devenir? ¿Sería en ellos donde centramos nuestra mayor atención y quienes protagonizan los guiones construidos en el presente que nos catapultan a la posteridad?

Desconozco la existencia de algún trabajo estadístico o de medición, que aporte datos acerca de cuánto tiempo dedicamos a recordar y cuanto a planificar hechos venideros; pero intuyo que recurrimos con frecuencia, con excesiva frecuencia, a los acontecimientos personales del pasado para programarnos hacia el futuro, e inclusive creo que hasta deformamos los hechos ocurridos anteriormente, con el inútil afán de justificar cualquier acción que nos  confiera alguna posibilidad de concebir el porvenir adecuado a nuestros mezquinos intereses, bajo el amparo de supuestos argumentos aparentemente despojados de cobardías e insensateces; todo ello en pos de ciertas garantías para éxitos de difícil comprobación, ya que una valoración exacta de éstos depende de la interrelación con nuestros semejantes –lo mismo que para los fracasos- pues al poseer el don de la sociabilidad, los pretendidos triunfos -o derrotas- particulares, siempre estarán teñidos por la participación de otras personas. O sea que tanto nuestras conquistas como nuestras frustraciones pasadas y o futuras, a lo mejor sean el resultado de operaciones colectivas más que individuales, y en ese caso las proyecciones y evocaciones de un sujeto podrían ser solo un caprichoso eco del grito social de una época. A lo que se agregaría  el universo íntimo, psíquico y personal: esa complejísima red de sentimientos, dolores, alegrías, incertidumbres, deseos, expectativas, etcétera; y que es tan enmarañada… tan retorcida como los rodetes sofisticados que mi abuela edificaba en su cabeza con la agilidad de una tejedora experimentada y la paciencia de un sacerdote budista, lo que permitía que esos peinados perduren en el tiempo como eternas estatuas, a veces retocadas con la curiosa pretensión de lograr cierta inmortalidad, igual que los recuerdos.    

Suelo pensar que cuando desempolvamos y rescatamos de la memoria algún acontecimiento, mutilamos con siniestra devoción el proceso existencial de nuestra vida -porque tal vez esa disección sea precisamente eso, una falange extirpada arbitrariamente del cuerpo de nuestro tiempo vivencial- como si fuera el sutil intento de protegernos de lo que vendrá, en una suerte de autodefensa quirúrgica, por ello, tal vez apelamos instintivamente a imágenes o hitos del pasado, debido a que en realidad el miedo al mañana podría ser quien nos gobierne, y lo recordado solo  sirva para apaciguar el espanto que nos provoca el salto inexorable al vacío, que es proyectarnos: única señal testimonial que evidenciaría la inexorabilidad de estar vivos. Podríamos afirmar entonces -a contramano del sentido común- que el miedo a la vida y no a la muerte lograría ser el peor de nuestros enemigos.

Alguien con ávida sensatez, conseguiría refutar esta consideración recurriendo sin duda alguna al concepto de esperanza, postulando que ésta es el verdadero motor que pone en movimiento los sucesos relevantes de las sociedades; que sin ella sería imposible el quehacer humano; que la construcción de las grandes civilizaciones, culturas, imperios y hasta doctrinas, fueron, son y serán el resultado de la madre de todas las actitudes: la esperanza.

Invocando solo a experiencias personales -y sin pretender exponer una rotunda refutación a la especulación precedente-  debo decir que la palabra esperanza la he visto infinidad de veces en letreros de madera, de metal, pintados o tallados y de los más variados tamaños, en las entradas de las grandes estancias o establecimientos rurales de la Patagonia, durante esos citroneros viajes realizados con mi viejo por aquella misteriosa y gélida región del país. Así que, dentro de las cadenas asociativas de mi mente la esperanza está irremediablemente ligada a la idea de latifundio, lo cual probablemente sea coherente con la realidad, ya que los poderosos, los ricos, los hacendados, tienen sobradas razones para enarbolar orgullosamente el estandarte de la esperanza, y por otro lado, todos sabemos que muchos referentes del éxito burgués son poseedores de una que otra inversión inmobiliaria al sur del río colorado, que indudablemente abona el presunto instinto esperanzador.

 Pero más allá de las propias vivencias y arbitrarias deducciones,  lo cierto es que la palabra esperanza deriva etimológicamente de espera, o sea que parece muy difícil creer que civilizaciones, culturas, imperios o doctrinas sean el resultado de una conducta que carece de dinámica, de movimiento, dado que la esperanza hija de la espera y prima de la quietud, de la pasividad y de la inacción, no se juzgaría como hacedora absolutamente de nada, sino mas bien como un potencial enemigo, una especie de extinguidor de la llama esencial de nuestra existencia, si entendemos que la voluntad de cambio asociada inevitablemente a la inquietud y a la acción -no a la espera- posiblemente sea la verdadera virtud humana y quien nos diferencie del resto de los seres mortales que habitamos este planeta. Ello habilita a pensar que quizás en la esperanza se esconda el temor al futuro, y los recuerdos cuenten con el triste privilegio de solo ser el vital combustible para sosegar el pavor que nos ocasiona la construcción de una posterior vida mejor.

Si seguimos esta misma línea de razonamiento estaríamos autorizados para postular, que los grandes cambios personales probablemente se encuentren sujetos a comportamientos relacionados con el coraje, imbricado en los anhelos y no en la fe o la esperanza, pues éstas cumplirían el rol de cobijo para cobardes, de amparo para pusilánimes, de precaria covacha para aquellos que viven y mueren atrapados en el pasado sin poder vencer el miedo a la vida, a la existencia, al devenir… verdaderas garantías de viables transformaciones.

Ahora bien, el interrogante que arremete en esta apreciación con la contundencia de un meteorito es: ¿con la sociedad podría pasar lo mismo?

Intentar hacer paralelismos entre conducta social e individual, sería incurrir en falacias ya refutadas por muchísimos pensadores y especialistas, que han aportado abundantes argumentos acerca de las diferencias o antagonismos existentes entre ambos conceptos. Deleuze pensador francés, sostiene que “no somos hijos de nuestros padres sino de la historia”, y como sabemos a la historia la construyen los pueblos que son ante todo sociedades, y a estas las conforman individuos; sin embargo jamás podríamos afirmar que una sociedad procede ante determinados estímulos igual que un individuo frente a los mismos incentivos o excitaciones, para ejemplificar esta idea sería suficiente imaginar a un espectador solo en un estadio observando un partido de futbol, y luego al mismo sujeto en un estadio colmado de gente, es notorio que se descubrirían comportamientos diferentes.

En efecto, evidentemente sujeto y sociedad serían entidades disímiles, inclusive existen afirmaciones sociológicas que interpretan a la individualidad como una construcción social igual a otras tantas; a pesar de ello las sociedades recuerdan, es decir apelan al pasado para enfrentar los desafíos del porvenir, igual que los individuos; quiero decir que muchas practicas sociales manifiestan la presencia de recuerdos en sus quehaceres, por ejemplo la conmemoración de fechas patrias, la emoción frente a la invocación de antiguas conquistas deportivas, la referencia a victorias épicas de antaño como sustento de inminentes emancipaciones futuras o la añoranza de viejos lideres frente a dificultades del presente… y cosas así; como si el pasado y el futuro convivieran en un estado de confrontación permanente dentro de nuestra endeble humanidad, en una cruel batalla contra el tiempo.

Posiblemente se concluya entonces, que las sociedades también acuden al recuerdo imbuidas por la espera esperanzadora, en detrimento de la acción concreta, de la dinámica creadora; y quizás los recuerdos, las añoranzas e incluso la nostalgia -también para las sociedades- sean la consecuencia del horror que provoca residir en la inseguridad permanente que propone la misma existencia, en una factible situación de desconocimiento acerca del origen de algunos fenómenos que nos rodean y que muchas veces nos determinan, además de la carencia de una meta definida y concreta, capaz de proporcionar lo que cada quien distinga por felicidad; algo así como respirar cotidianamente las fragancias misteriosas del mañana con el firme deseo de alcanzarlo, bajo la represiva e indisoluble inmovilidad; que nos induciría a convivir con la amargura y la zozobra que genera la presencia irremediable del final, acrecentada por la idea de dejar inconcluso aspectos centrales de nuestra vida, y que acaso se encuentre enquistada en esa región de la vida psíquica  que denominamos subjetividad: configuración simbólica inherente solo al acontecer humano, y que acaso detenga nuestro andar.

Por lo tanto, el miedo, la esperanza, el horror y la espera, serían quienes nos condenen como sujetos individuales o sociales a una especie de fango existencial, perpetuándonos en los aburridos laberintos del hábito, como entidades ciclotímicas imposibilitadas de lograr cambio alguno, y quizás sea allí donde anide el triunfo de esos precarios y fraudulentos pensamientos progresistas que siempre son reminiscencia, por carecer de la valentía necesaria para ser perspectiva, hábitat natural del valor innovador y revolucionario; porque al fin y al cabo la revolución tanto individual como colectiva será -en caso de ser posible- un proceso de transformación interno y externo, que solo llegará cuando en una batalla contra el tiempo, las milicias atemporales del mañana derroten de una vez y para siempre a los ejércitos anacrónicos interiores controlados por la tiranía permanente de la memoria, que vive agazapada en la inconciencia, bajo lógica paralizante de un universo pretérito y cada vez más lejano.   

  

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