LEER COMO ACTO DE EMANCIPACIÓN

LEER COMO ACTO DE EMANCIPACIÓN

31/03/2019 Desactivado Por ElNidoDelCuco

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

POR ALBERTO SUAREZ 

Un viejo proverbio asegura que “la palabra al aire fenece, pero escrita prevalece”. Pero, ¿qué será de lo escrito sin las formas de leer? ¿Prevalecerá lo escrito, o sus interpretaciones? ¿No son estas, nuevos y diferentes escritos? Entonces, ¿qué es, exactamente, lo que va a prevalecer? ¿Y no es leer acaso un arrojarse a aguas desconocidas, en busca de significados diversos, significados que incluso reformarán, es decir, darán nuevas formas a lo escrito originalmente?

              Parecería adecuado afirmar que leer no es otra cosa que una aventura. Como tal, abre vastos horizontes, nos libera del entramado normalizador que la sociedad teje, genera expectativas, es decir, expande nuestra capacidad de pensar el ahora.

La libertad más pura cristaliza en la lectura; se presenta allí como una especie de apotema que atraviesa cada texto, y riega las hojas que iremos acariciando con avidez. Porque como en toda aventura, hay algo del orden de lo desconocido, un intentar explorar ese lugar oculto que creemos de antemano maravilloso, y cuyo descubrimiento nos acerca un poco más a la libertad, porque en ese acto de descubrir se vulnera el totalitarismo del escritor, como aquel que decide lo que queda adentro y fuera del discurso.

Una vez volcado el interés en el texto, nos aislamos de la arbitraria intencionalidad del que cuenta, del que escribe, y la literatura pasa a convertirse en un curioso oxímoron: el texto se convierte en una cosa inmaterial, ligada a las expectativas, a los deseos, a nuestras experiencias previas.

Piglia decía que la memoria del escritor es la tradición, refiriéndose a que es una memoria impersonal hecha de citas, y que en literatura los robos son como los recuerdos: “nunca del todo deliberados, nunca demasiado inocentes”. Si no hay relaciones de propiedad en el lenguaje, entonces tampoco las hay, necesariamente, en el acto de descifrar ese código que abrazaremos en deliciosos desvelos, ya que los textos pueden tener tantos significados como lectores los aborden, y cada uno de ellos puede también, a fin de cuentas, complementarse. No hay imposición en la lectura, pues no hay lecturas verdaderas y falsas per se. Simplemente hay lecturas.

Pero así como las lecturas son distintas, también el uso que los diferentes lectores ejercen sobre ellas varían.

El lector común, por ejemplo, cultiva un trabajo minucioso aunque no de deliberada o lúcida búsqueda ante el texto. Allí la libertad se presenta como elemento necesario, indispensable diría, para, como afirmara De Certeau, recorrer furtivamente las páginas en busca de una presa que aún se desconoce. Su grado de libertad al leer determinará su suerte en esa cacería.

El trabajo del crítico literario, por otra parte, estará signado por la búsqueda de una verdad. Su lectura, atravesada por lo científico, buscará constantemente presentarse como fuente y dador de verdades, a veces incluso, como el único capaz de descifrar el misterio que encierra el texto, cristalizando de algún modo la noción de lectura autorizada. El crítico creará sobre lo escrito, y hay en esa creación un matiz de imposición contraria a la libertad. Sucede una curiosa paradoja: su insistencia a enmarcar su interpretación dentro del refugio de lo científico, delimita en parte su lectura, aunque esta delimitación se presenta bajo las formas de un abanico a nuevas perspectivas, indagando y revalorizando significados en las palabras y en cómo ellas van tejiendo el entramado del texto. No obstante esto, el conocimiento que en el crítico habita los coarta de interpretaciones fantásticas, pero no detiene, necesariamente, el sentido de las palabras. El trabajo del crítico lo orienta, lo conduce en el camino de la aventura, y esa orientación le quita libertad.

El lector común, en cambio, no está sujeto a condicionamientos científicos, porque su fin no es imponer verdades, ni utilizar métodos. Su libertad es extrema, pues se vincula no sólo a lo que sabe, sino a lo que piensa, a lo que percibe, a lo que siente, y a lo que cree como posible. Se deja llevar y los dispositivos de la verdad no funcionan en él. Desconoce la autonomía del arte literario en su producción porque, al igual que Benjamin, comprende –tal vez sin saberlo– que la autonomía es más legítima desde la recepción que desde la producción. La lectura abordada con un “previo fervor y una misteriosa lealtad”, siguiendo a Borges, viene a completar la tarea del escritor, a darle una nueva mirada a su producción, a demostrar que la literatura no es unilateral, sino que es dialógica, y es en ese diálogo, en ese ritual armonioso, donde cristaliza y fluye la libertad como forma de leer. Porque no  hay esencia de los textos ni de los géneros.

Pero para que la aventura de leer sea completa es necesario no caer en un mero relevamiento de un texto sin inmiscuirse en todos sus posibles secretos e interpretaciones. Leer es indagar, es contar con la libertad suficiente para aventurarse e imaginar otra matriz en el texto, es intentar comprender la naturaleza esencial de las cosas. Entender, dirá Freire, que lenguaje y realidad se vinculan entre sí, dinámicamente. Que la lectura no se agota en el acto de leer aquello decodificado en el lenguaje escrito, sino que lo precede en un mar de percepciones.

¿Y cómo comprender esa naturaleza esencial de las cosas, sino al liberarnos de las formas establecidas, sujetas a convención? Por eso se puede afirmar que leer es, en definitiva, el acto de emancipación capital, es ejercer la libertad más pura, más autentica, una libertad verdadera desligada de los mandatos de una sociedad sólo capaz de dar pequeñas concesiones de albedrío.

Si lo escrito prevalece, como lo afirmara el proverbio, se deberá menos al hecho de su grabado que al de su libertad inagotable de interpretación: “Detener una vez por todas el sentido de las palabras, eso es lo que quiere el Terror”, decía Lyotard.

  

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