HERMANO SOL, HERMANA LUNA

HERMANO SOL, HERMANA LUNA

2019-09-15 Desactivado Por ElNidoDelCuco
















Por SERGIO OMAR

          Este disco no existe. Nunca lo tuve. No conozco a nadie que lo tenga.

Por eso se hace inevitable dar fe a través del relato personal. Si ese relato no puede ocultar sus rasgos míticos, lo es por fuerza de la época, y de la música de esa época.

Y es que éramos una generación de adolescentes que no adolecíamos de falta de pretensiones o compromisos. Por eso contar una rateada del colegio junto a un compañero encuentra lugar en estas páginas: lo hacíamos para escabullirnos en el Golf Club de San Andrés y caminar por horas, “filosofando”; para ir a recorrer librerías al Centro; para escuchar discos en la casa de algún amigo mayor; o para meternos en un cine. La alternativa a no haber estudiado o a la desalentadora perspectiva de hacer frente al tedio de lecciones a desaprender, era siempre superadora, nunca una mera evasión irresponsable.

Aquella tarde, la proyección de la recientemente estrenada película de Zeffirelli en el cine del barrio (que para colmo quedaba de paso en nuestras largas y sinuosas caminatas hacia el cole) fue plan A desde el día anterior. A los dos nos gustaba el cine. Yo conocía a Donovan. Mi compañero no. Y la fe de ambos, como sufridos alumnos del secundario del Agustiniano de San Martín, era puesta a prueba casi cada día. Por lo que poder contrastar la romántica figura de Francisco de Asís con la de nuestros adustos carceleros agustinos, prometía la vislumbre de un paraíso. Sin embargo, si la película tuvo una revelación que ofrecernos, lo ignoramos. Lo que sí tuvimos fue una epifanía, y la recuerdo hoy con la potencia que da un credo reafirmado.

Cuando salimos del cine a una tarde luminosa, o que al menos veíamos con ojos iluminados, íbamos livianos y sonrientes, como contagiados de una beatitud espontánea. Y lo sabíamos sin hablarlo. No habíamos llegado  a la primera esquina, cuando estallamos tarareando en armonía perfecta aquella melodía que apenas habíamos escuchado una sola vez. Es la que en la inexistente banda de sonido se identifica como Joy N° 2, y en la maravillosa regrabación del 2004 abre el álbum con el título de “The Little Church”. Y aunque no podíamos saberlo entonces, la libertad restante de aquella tarde robada, se había transfigurado: éramos conversos por fuerza de la canción.

Durante días, y sin olvidar ni pifiar una sola nota, esa tonada fue un código entre mi compañero y yo: en momentos de entusiasmo, o como antídoto ante alguna situación indeseada, bastaba una mirada para arrancar el ferviente tarareo ante la perplejidad de los demás. En nuestra imaginación (pero también en nuestros corazones), aquella escena de la iglesia rural atestada de feligreses, celebrando en un crescendo conmovedor una comunión popular, se reproducía en nuestros recreos, pero, cosa más notable aún, también en nuestras obligatorias misas de primer viernes en la glacial iglesia del colegio.

Imbuidos de espíritu adolescente, volvimos a ver la película un par de veces más. Con los años la olvidé piadosamente. Pero no olvidé aquella melodía, ni el hermoso tema título. Nunca tuve el disco. No conocí a nadie que lo tuviera.

La llegada de internet, los programas de búsqueda de archivos compartidos, de conversión y de captura, permitieron recuperar y hacer circular los audios originales de la banda de sonido que no fue. Volver a escucharlos confirmaba una verdad esencial: la película habría sido poca cosa sin esas canciones, pero esas canciones eran libres de ella. Tan libres que podían ejercer su poder benéfico sobre cualquier nueva situación en que nos encontráramos al momento de oírlas.

Esa cualidad de la música ya se me había convertido en señal y precepto, incluso antes de que me atreviera a poner en tela de juicio tantas otras verdades absolutas, o que mi religiosidad de cuota mensual y escolaridad de doble turno, se debilitara.

Luego vino el necesario acto de justicia por mano y guitarra propia que Donovan se cargara en el 2004: aquellas viejas canciones vueltas a grabar con sus mágicos arpegios, su voz inconfundible, y el agregado de otras que no habían llegado a quedar en el film original; una vindicación tanto como el cumplimiento natural de una simple profecía.

El tiempo transcurrido le sumaba a la revelación original un tono apaciguador de contemplación, y de madura celebración de aquello que no se ha perdido.

Ahí teníamos “A Soldier´s Dream” y “Shape In The Sky”, que pasaban de la reflexión y la pesadumbre a la liberación y la alegría. O “Gentle Heart”, una catedral con guitarras por campanas, y de puertas siempre abiertas, para que entraran los creyentes y saliera el canto como prédica, propagándose a los cuatro vientos.

El aire meditativo de “The Year Is Awaking” o “Island Of Circles” sonaba irrenunciable como un voto. Y cuando la versión instrumental de “The Lovely Day” cerraba este álbum reencarnado, uno sentía que las guitarras evangelizaban con su sola presencia, acompañando solidarias lo que fuera que sentíamos. Acercaban ecos de lo perdido y de lo inalcanzable. Y al hacerlo, tan elusivas como evocadoras, volvían a sanar recuperando el sonido de la esperanza.

Es el mismo sonido que me envuelve hoy, y que habito como un mundo indestructible. En ese mundo, obviamente, hay historias personales que son ineludibles. Por eso (y en una crónica que me tiene invocando una vez más el carácter sagrado que le doy a la música) debo redimir a mi antiguo compañero de una parte de la suya, contándola. Y es que sin duda había en él una semilla, que las atractivas imágenes del film, aquella tarde de rateada, reverdecieron. Y esas melodías puras que lo habían conquistado como a mí, le deben haber resonado venturosas aun en el implacable silencio de los claustros de nuestro colegio. Porque sobre fines de ese año, ajeno y poco comunicativo, ingresó al seminario, para huir (esa es la palabra) poco menos de un año después, sin explicaciones ni confesión alguna, divorciado de la fe.

La tentación de decir que yo no me equivoqué como él al adjudicarle cierto tipo de santidad a sacerdotes más coloridos y eléctricos es grande, pero no me impide reconocer, otra vez, que la música jamás será un dogma.

Estoy hablando de un disco que no existe, que nunca vi ni toqué con las manos, y sin embargo, sigo creyendo en él.

Tanto, que si volviera a cruzarme con mi viejo compañero hoy, sé que al tararearle una simple melodía, le arrancaría una sonrisa y le iluminaría el alma. Sin sermones ni sacrificios. En un abrazo de hombres que se saben instrumentos de lo divino, tocados como una canción. (S.C.)

  

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