
SE FUE HASTA EL BORDE DEL RÍO, A VER SI EL AGUA LE HABLABA
2019-11-06 Desactivado Por ElNidoDelCuco
Por SERGIO OMAR COSCIA
Muchos amigos ven Mondo como una isla. Una isla en medio de las aguas embravecidas, hostiles, de la city. Es una metáfora esencial, siempre a mano para los que buscamos distancia, solaz, refugio. Pero desde hace unos días, y a fuerza de las presencias rectoras de siempre (la música, la poesía, y la amistad) creo que habría que redefinir a Mondo como una amplia orilla.
Yo, que tengo un afortunado rincón que mira al mar a unos cientos de kilómetros de aquí, recupero la imagen por un amigo. El cree que ha desembarcado, como otras veces, para un breve recreo. Pero ha venido a invitarme a que nos asomemos al borde de las cosas. Sí, desde esta contradictoria insularidad de un local en el centro de una galería, alejado del día, los vaivenes de la luz, las inclemencias del tiempo, sin vereda ni ventanas. Casi, casi, como ciegos frente al mar.
¡Claro! Y es que ¿cómo se desanuda y se urde la trama que intentaré develar, sabiendo que es imposible? Con la figura de dos amigos que conversan frente al inefable océano Spinetta.
De lo conocido a lo desconocido, de lo probable a lo posible, de lo que fue a lo que pudiera haber sido, desandamos versiones, colaboraciones tardías, músicas inéditas, hasta arribar a lo que Gustavo tiene para contarme.
Una tarde parecida a ésta, llevaba en su auto al músico entrerriano Carlos Aguirre. Su disco más reciente, “Orillania”, estaba en la guantera. Gustavo lo puso como banda de sonido del viaje. La charla deambulaba hasta que llegó el tema 5, “El Diminuto Juan”, y el Negro Aguirre calló como quien se demora en un paisaje añorado.
Luego habló. Con la tristeza de una pena que permanece, porque es historia y su única resolución está en el relato.
Habló del tiempo, esa angustia insondable que la música remedia. De las demoras y las postergaciones. De la lentitud y el suspenso de los procesos creativos. De siete minutos de música, destilados de meses de paciente espera. Y del sueño: esa música llamaba a una voz. Una sola. Indispensable, insustituible. La voz de Luis Alberto Spinetta.
Pero la muerte, que trabaja siempre con más apuro que los hombres, se le convirtió al Negro Aguirre en un arreglador inesperado e innecesario, impuesto por un dios celoso de sus artistas. No haberlo pensado antes, no haberlo llamado a Luis, no haberle hecho escuchar la idea, o cuanto menos comentársela, eran expresiones que interferían con un dramatismo inocultable el sereno fluir de la canción en el estéreo del auto.
Gustavo me lo cuenta con su usual empatía, y me aclara que entonces insistió en señalarle al Negro algo básico: las tres voces finales (la del propio Aguirre, la de Fandermole y la de Juan Quintero, de Aca Seca) igual resultaban bellísimas. Lo que el Negro le contestó era tan definitivo como toda belleza (lograda o perdida): sí –le dijo- pero ninguno de nosotros tres es Spinetta.
Semejante remate me induce de inmediato a lo inevitable: busco el tema en YouTube, para escucharlo por primera vez, guiado por mi amigo.
Suenan los primeros arpegios. La melodía inicia su serpenteante curso, de giros sorpresivos, de navegación serena. Las voces respiran en una atmósfera purificada, revolotean como pájaros. Y sí, El Ángel está. No canta, no toca, pero está.
Y su presencia es tan propicia y generosa, que se venga del tiempo convocando, en la canción tanto como en la charla, a otros poetas.
Porque la letra del tema evoca a otro entrerriano, el diminuto Juan L. Ortiz. Y porque mi amigo Gustavo tiene otra historia. Conoció a Juan Gelman, y un día supo tener la ocurrencia de preguntarle si a su vez, Gelman había llegado a conocer a Juan L. Y sí, la charla, como la canción, sigue bifurcando sus aguas.
Gelman visitó a Ortiz una tarde, en su casa ribereña. Pero para la conversación (me cuenta Gustavo) Juan L. tenía dispuesto un banco de troncos allá afuera, en la cercana orilla. Hacia allí fueron a sentarse los poetas, uno al lado del otro, de cara al río. Al rato, Juan L. se corrió unos centímetros sobre el tronco. Le indicó a Gelman que hiciera lo mismo, manteniendo su cercanía. La charla no interrumpía su curso. Poco después, el gesto se repitió: Juan L volvió a correrse, Gelman lo acompañó. A la tercera vez, la curiosidad impuso la pregunta: Gelman necesitaba saber por qué cada tanto Ortiz se levantaba un poco para sentarse un trecho más al costado. La respuesta era natural: a Juan L. le gustaba mantener la mirada alineada con el reflejo del sol sobre el agua.
La canción de Carlos Aguirre (no lo decimos, pero lo sabemos) continúa dictándonos lo que hablamos, pero a la vez también parece tomar nota. Reímos maravillados con la anécdota de los Juanes. No nos comparamos a ellos, aunque nos asiste un derecho que también es natural. Por eso pronto nos sorprendemos coincidiendo en que las noches de luna llena, frente al mar, solemos asumir una actitud parecida: en línea a la avenida de luz sobre las olas, trazamos nuestro punto de fuga en el horizonte.
La música de Luis es infaltable en noches así, pero aprovechando aires y aromas que el tema del Negro Aguirre me devuelve impensadamente, le nombro a Gustavo otros hechiceros conjurados: Sakamoto, David Sylvian. Los paisajes y las horas simulan ser distintos. La música los recorre igual, como un viento común. El Negro Aguirre puede ignorarlo, pero mi amigo Gustavo no.
Y es que en ese delta de pensamientos, citas, nombres, escenas y sensaciones en que navegamos sin movernos, las corrientes se abren, se cruzan, confluyen, y vuelven a abrirse. Sin embargo no nos perdemos nunca: la orilla funde todas las patrias.
Mi amigo y yo anclamos con los pies, en la tierra donde los árboles respiran, allí, al borde de un planeta de agua que rumorea incansable los inagotables matices de una deriva eterna. Entonces suelta amarras la mirada que no descansa, apoyada en palabras que van buscando la claridad.
Mondo no es una isla. Nosotros tampoco. Pero vivir cerca del agua es una necesidad que la música favorece.
La música es el agua del tiempo: sin ella, los días serían un cauce seco, imposibilitado de reflejar la luz de los cielos, incapaz de atraernos a su orilla. A contemplar todo lo que pasa, y olvidarnos de que todo pasa.
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