
LA DESTRUCCIÓN DEL MUNDO
2019-07-28 Desactivado Por ElNidoDelCucoPor REGINA SIPMAN
“Aquella noche todos salieron de sus casas y miraron al cielo. Dejaron las cenas, dejaron de lavarse o de vestirse para la función y salieron a los porches, y observaron el astro verde, la Tierra. Todos lo hicieron, para comprender mejor las noticias que habían oído en la radio un momento antes. Allá estaba la Tierra y allá la guerra inminente, y allá los cientos de miles de madres o abuelas, o padres o hermanos, tías y tíos, primas o primos. De pie, en los porches, trataban de creer en la existencia de la Tierra, tanto como en otro tiempo habían tratado de creer en la existencia de marte. El problema se había invertido. En la práctica era como si la Tierra estuviese muerta; la habían abandonado hacía ya tres o cuatro años. El espacio era un anestésico; cien millones de kilómetros de espacio lo insensibilizaban a uno, dormían la memoria, despoblaban la Tierra, borraban el pasado y permitían que los hombres de marte continuaran trabajando. Pero ahora, esta noche, se levantaban los muertos, la Tierra volvía a poblarse, la memoria despertaba, miles de nombres venían a los labios. ¿Qué haría fulano esa noche en la Tierra? ¿Y zutano o mengano? Las gentes de los porches se miraban de reojo.
A las nueve, la Tierra pareció estallar, encenderse y arder. Las gentes de los porches extendieron las manos como para apagar el incendio. Esperaron. A media noche, el fuego se extinguió…”
“Los observadores”, (fragmento) de Ray Bradbury.
Nuestra sociedad contemporánea tiene claras inclinaciones apocalípticas. El mundo en el que vivimos posee un abanico de imágenes sobre la destrucción global y, sobre todo, una recurrente convicción sobre la inminencia de dicha destrucción. La destrucción está próxima, y será atestiguada por nosotros. Sin dudas, estas percepciones están ancladas en visiones escatológicas que provienen de las más antiguas civilizaciones, evidenciadas en las representaciones religiosas de muchas culturas y sociedades.
Actualmente la Ciencia Ficción, esa suerte de mitología del futuro, nos provee de muchas imágenes sobre la destrucción final, y nos estimula permanentemente a buscar ciertos signos y señales que nos anticiparían la proximidad del derrumbe. Así como en las pinturas de la Edad Media impactó notablemente la escatología provocada por la Peste Negra que asoló a un tercio de la población del viejo continente, en el arte y la literatura actual están presentes los paradigmas nucleares y los miedos posmodernos.
Aunque sería muy interesante abocarnos directamente a los vestigios de estas ideas que se encuentran en expresiones de la literatura y la filmografía contemporánea, es importante primero reconocer las herencias de estas lejanas creencias que hoy persisten.
En la tradición judeo-cristiana, por ejemplo, tenemos los irreemplazables libros de Daniel- en el Antiguo Testamento- y el Libro de la Revelación en el canon del Nuevo Testamento. Pero ya desde mucho tiempo antes la ventura babilónica de Gilgamesh y la posterior destrucción de Jerusalén, dieron imágenes sobre la fuerza reconstructora del mundo por parte de Dios, un Dios inicialmente violento, combativo y justiciero.
Episodios de igual tenor pueden encontrarse en los textos hindúes, en el Corán islámico, en el Avestá zoroastriano (que tanta influencia ha generado en el Cristianismo, el Islamismo y en el Judaísmo mismo), y hasta en el Libro Egipcio de los muertos. Todos ellos describen eventos donde se reacomodan las fuerzas celestiales y se reorganiza la distribución de poder en el cosmos, se alteran los espacios universales y, de acuerdo con el desempeño de todos los hombres en la “era vulgar”, se otorgan nuevos roles y contextos en la Era definitiva, en el próximo Reino, en la verdadera vida.
Los derrumbes de todos los grandes imperios antiguos han generado sentimientos y sensaciones de desamparo, pero ninguno fue tan drástico como el Romano. Ante la caída de Roma se popularizaron expresiones de orfandad y desprotección sin parangones, como la famosa in occassus saeculi sumus (“estamos en el ocaso del mundo”), asociándose la coyuntura política con la modificación de las circunstancias cósmicas. El paternalismo político y la custodia del orden global que Roma desarrollaba en todo el sistema mediterráneo (como hoy los Estados Unidos), difundieron la creencia de que el Imperio y el kosmos eran sinónimos. Cuando Roma conquistaba espacios nuevos, otros reinos, otras culturas (los “no lugares”), los “cosmisaba”; les daba entidad, les otorgaba existencia. Lo peligroso de estas visiones ombligo-céntricas es que cuando entran en crisis, la crisis es de todos, es universal.
Mientras que determinadas corrientes religiosas seguían situando el “Armagedón” (la batalla final entre el bien y el mal que daría inicio a la Nueva Era) en los territorios bíblicos (Palestina), en los Estados Unidos se gestaron ideas de excepcionalismo, de un nuevo pueblo elegido, que ubicaban el fin de los tiempos en la costa atlántica de América del Norte.
La lectura “apocalíptica” de muchos eventos políticos alimentó la percepción de “inminencia” y “excepcionalidad”. Por ejemplo La Guerra de los siete años entre Inglaterra y Francia (1756-1763), o la misma Guerra de Independencia tuvo su consecuente lectura religiosa, ya sea como una batalla contra el “papismo” francés o contra el absolutismo monárquico. Por eso no sorprende que la expansión americana durante todo el siglo XIX también alimente estas imágenes. Por eso el ingreso a la Gran Guerra (1917), o la intervención en la Segunda Guerra Mundial y con la utilización de poder nuclear serían asumidos como “salvacionistas” y mesiánicos.
No debe llamar la atención, entonces, que en paralelo a la Guerra Fría (1947-1989), el cine americano desarrolle un relato en el que la protección del mundo, el salvamento del hombre o la defensa de la humanidad dependían del sistema de defensa de los Estados Unidos. La diferencia con los relatos anteriores es que mientras en el siglo XIX las imágenes aún tenían cierto color bíblico, y el fin de los tiempos se daba a partir de la intervención divina, en el siglo XX- y más aún después del 45- el Armagedón aparece iconografiado desde circunstancias impulsadas por el hombre, ya sea por el descontrol de la tecnología, por un desastre nuclear, por un gran acontecimiento bélico, por la Revolución de las máquinas (uno de los relatos más populares desde 2001 Odisea del espacio, hasta la primera Terminator o Yo Robot), por reacciones de la naturaleza contra el poco cuidado del hombre, por ensayos genéticos, o por la contaminación, etc.
Era imaginable que la aparición del paradigma de la “Destrucción Mutua asegurada” (DAM)- cuando las dos superpotencias antagónicas de la Guerra Fría alcanzaron el poder nuclear para destruir a la Tierra – impactaría notablemente en la idea de fin del mundo, humanizando el fin de los tiempos, haciéndonos responsables de los acontecimientos cósmicos, imprimiendo la conciencia ambiental, y adentrándonos en los problemas reales. El discurso apocalíptico, que inicialmente fue patrimonio bíblico y posteriormente un recurso del protestantismo, hoy es expropiado por la ciencia.
Actualmente, con un capitalismo en crisis global y definitiva (desde 2008 en adelante), con eventos naturales que provocan daños nucleares (el Tsunami en Japón), con comunidades que reaccionan contra el sistema, con toda una reconfiguración de la relación entre el poder y los individuos, con los replanteos identitarios y culturales, y sobre todo, con el hastío que provoca el modo de vida actual, evidenciado en la anomia, el disconformismo, y la recurrente búsqueda de nuevas iglesias y filosofías que le den tranquilidad espiritual al hombre; es obvio que las expectativas milenaristas se retroalimenten, y con cada evento nuevo se haga una lectura mística.
La ciencia ficción es un repiqueteo permanente en nuestra conciencia, a modo de advertencia, pero también un espacio aglutinante y residual de las percepciones sobre el fin de los tiempos que acompañan al hombre desde las primeras culturas.
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