TAXI DRIVER

TAXI DRIVER

29/05/2019 Desactivado Por ElNidoDelCuco
















POR ARIEL STIEBEN

Por el espejo retrovisor sólo se ven fantasmas del pasado.

               Hay veces que se alinean los planetas más brillantes. Eso ocurrió en 1975, cuando un guionista de cine excepcional pero alcohólico, y autodestructivamente deprimido escribió en una semana el libreto de Taxi Driver, la historia de un tipo tan solitario como él, pero bastante más alocado. El guionista era Paul Schrader -que posteriormente firmaría historias como ‘Toro salvaje’ y ‘La última tentación de Cristo’. Brian de Palma, irregular siendo muy generosos, director, era amigo de Schrader, muy buen amigo, tanto que al leer el guión de Taxi Driver no se lo apropió, sino que lo puso en contacto a su colega con un director que mejor le parecía podría dar vida a esa joya: Martin Scorsese. El flechazo fue mutuo. A fin de cuentas, eran dos tipos que coincidían con los mismos gustos por los psicotrópicos y las adicciones.

El siguiente astro en alinearse fue el más genuino de los nuevos y últimos actores, un Robert De Niro que tenía 33 años por entonces y una reciente estatuilla de los Oscar por el papel de Vito Corleone.

De Niro se encontraba en Italia cuando Scorsese lo llamó, rodaba ‘Novecento’ con Bertolucci; en una pausa de la filmación se tomó un avión para Nueva York y se fue directo a sacarse la licencia de taxista. Estuvo cerca de un mes recorriendo la ciudad, volvió luego a Italia para terminar ‘Novecento’. Y luego de nuevo para Estados Unidos, con el taxista Travis Bickle latiendo en su interior. Tres astros. Aún faltaban dos para el quinteto mágico. Uno, el director de fotografía Michael Chapman -el señor que filmaría el blanco y negro de Toro Salvaje pocos años después. Y por último el afamado y reticente compositor Bernard Herrmann, el hombre que había puesto música a ‘Psicosis’, de Hitchcok. En el comienzo Herrmann se rehusó a la oferta de Scorsese, pero después de mucho insistir acabó cediendo, y componiendo, quizás, su más sugerente obra, a la postre última y definitiva. Herrmann murió el día de la Nochebuena de 1975, el mismo que cuenta la leyenda, terminó la partitura de Taxi Driver. La película, de hecho, está dedicada a su memoria.

Con esta concentración de talento no resulta extraño que saliese una obra maestra. Pero aun así hay que sorprenderse ante una película como Taxi Driver. Más de cuarenta años después todavía conserva una modernidad arrolladora. El personaje de Betsy -Cybill Shepherd- en su primer encuentro con Travis, lo define a este con la estrofa de la canción de Kris Kristofferson: “Mitad verdad, mitad ficción. Pura contradicción”. Así es Taxi Driver, una amalgama de verdades en una historia ficticia, el paisaje de un mundo radicalmente contradictorio, confuso, bello y violento al mismo tiempo, abrupto. Un mundo lleno de luces y de sombras, brutalmente dividido. Poblado de seres solitarios en ciudades monstruosas en sus dimensiones, no sólo geográficas.

Taxi Driver es, por encima de todo, una verdadera sinfonía sobre la soledad. En concreto sobre un tipo de sociedad, la urbana. Paul Schrader se pasó cuatro semanas deambulando por las noches, borracho, drogado, por antros diversos y cines porno, después de que su esposa lo dejara y perdiera su trabajo. De esa caída a los infiernos salió por una inspiración, a la proyección de sí mismo en el personaje de Travis. El taxista nocturno es el ave solitaria por excelencia de la soledad anónima en las grandes ciudades. Un ser que transita la noche con todos sus fantasmas. Un misántropo, un joven veterano de Vietnam, trastornado, reaccionario para unas cosas y cuasi libertario para otras, que sueña con “una gran lluvia que limpie toda la escoria de las calles”. El guión de Schrader es una maquinaria perfectamente programada sosteniendo un ingenio de precioso brillo. La manera en que van apareciendo las distintas tramas como diferentes voces en contrapunto, la forma en que dialogan unas con otras, la idealizada Betsy que trabaja para la campaña electoral del candidato Charles Palantine da entrada al propio objetivo de la futura ira de Travis, el político al que respeta primero y quiere matar después, el mismo que se baja de su taxi justo antes de que irrumpa en él furtivamente la niña prostituta Iris -una Jodie Foster de solo 13 años.

Todas las voces se suman a la principal de Travis, la de ese diario en off que recorre las calles de noche y pasa las horas buscando una redención, un sentido “a los días que duran y duran”. Muchas de las secuencias son memorables en su originalidad creativa, como la de la primera cita de Travis con Betsy, cuando la lleva con total naturalidad a una sala de cine X… y el pobre no entiende por qué ella  se molesta y huye despavorida; o el momento de disputa con el servicio secreto del político sobre el que quiere atentar, y por supuesto, la secuencia ante el espejo en la que Robert De Niro saca de la cartuchera de la Magnumm 44 una de esas frases para la historia: “You talkin’ to me”.

Todo visto con el ojo de Scorsese en estado de gracia, que ponía la cámara de la manera más arriesgada y más elegante, a la vez. En todas y cada una de las partes de ese taxi que es como una barcaza navegando las aguas estigias del Nueva York de los ’70. Trasladándose a cámara lenta por entre las luces de la noche. Una cámara que es capaz de deslizarse sobre una recorrida imposible, por el techo, para salir de la infernal habitación del burdel clandestino donde el antihéroe Travis ríe y se dispara con una pistola invisible en la sien, una y otra vez, con su misión cumplida. Una cámara puesta a punto por la noche de Michael Chapman, por su mar de luces de neón sobre la negritud. Y empujada a ritmo lento e intenso de la música póstuma de Bernard Herrmann, una letanía de peso jazzístico, ese ruido exquisito en la mente del halcón nocturno y vengador.

Taxi Driver es una de esas películas que hay que ver al menos una vez al año. Especialmente cuando se tienen deseos de romper todo, o cuando uno se siente todo roto por dentro. Y luego salir, a pasear, sin mirar atrás.  Aprendida la lección que no terminó de comprender Travis Brickle: por el espejo retrovisor sólo se ven nuestros fantasmas.

  

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