LA INEXORABLE TORTURA DE SENTARSE Y ESPERAR
2018-08-17 Desactivado Por ElNidoDelCucoPara Foucault las instituciones de encierro tienen una finalidad conservadora: si el poder es móvil, si no es un título sino una práctica, si se ejerce y no se posee, es preciso generar mecanismos para mantener estables las relaciones de dominio. Las instituciones de encierro cumplen esa función: la de otorgarle un sentido humanista al disciplinamiento de los cuerpos. Es decir, ofrecer algo a cambio con el fin de mantener inmóviles esas relaciones de fuerzas. Es el poder bajo la dinámica de la espera.
Por Germán Gomez
Oscureció, cae la noche, precipicio…
El Alemán
Las instituciones de encierro son salas de máquinas: hay engranajes , poleas y mecanismos de reparto que hacen visibles las relaciones de poder. Allí se lo ve, se lo huele, el poder se hace sensible; es distribución de lugares, el mapa para una geografía de los vínculos, el padre en la cabecera de la mesa, el capataz al lado del dueño de la fábrica, el enfermero en la cocina y el médico en el sillón del living esperando que le sirvan la comida. Son mecanismos íntimos labrados con cincel sobre los cuerpos. Es necesario aprender a sentarse, a mantenerse quieto, a estar erguido, a sonreír cuando hace falta. Las relaciones de dominio se sostienen en pequeños gestos que muestran cómo los cuerpos ocupan su lugar en el reparto.
¿Por qué soportamos el moldeado pedagógico? Nos ponen en el horno escolar a los cuatro años y, con suerte, nos sacan cocinados veinticinco años después. Nos pasamos más de un cuarto de siglo sentados escuchando a alguien que nos dice cómo es el mundo. Desde la maestra jardinera hasta el profesor de pos-pos doctorado, uno detrás de otro pasan ofreciendo biromes y golosinas por el colectivo escolar. Nosotros siempre sentados, quietos, esperando. Algo que nos resulta natural. Después nos sorprendemos con la docilidad de las ovejas y con la monotonía de las vidas cuando siguen todas ordenadas por el mismo sendero, votando a sus nuevos verdugos.
El poder es anatómico, fibrilar, rechazado y a la vez querido por el que domina y por el que es dominado. Hay un amo porque hay un esclavo, hay quien se somete a la esclavitud y determina un amo. Es fisiología muscular, fuerza y distensión, esguinces, desgarros, espaldas para soportar el peso y miradas oblicuas para seguir dominando. El cuerpo en cada uno de sus detalles. No hay poder en un cetro, ni en el sillón presidencial, ni en un cargo de gerente porque no hay posesión, sino ejercicio.
Para Foucault las instituciones de encierro tienen una finalidad conservadora: si el poder es móvil, si no es un título sino una práctica, si se ejerce y no se posee, es preciso generar mecanismos para mantener estables las relaciones de dominio. Las instituciones de encierro cumplen esa función: la de otorgarle un sentido humanista al disciplinamiento de los cuerpos. Es decir, ofrecer algo a cambio con el fin de mantener inmóviles esas relaciones de fuerzas. Es el poder bajo la dinámica de la espera.
Sala de espera del hospital Boccalandro, Tres de Febrero. Tres de la mañana, lo que más tiene esa sala de espera son sillas. Hay lugar suficiente para que unas cincuenta personas esperen a ser atendidas con urgencia. Dolor en una embarazada, un niño con espasmos estomacales, un adulto con cólicos renales: todos esperan en sus asientos a que se desocupen los médicos de guardia. La espera y el dolor se repelen, la inmediatez no tiene mañana; pero eso allí no importa. La persona está detrás de un vidrio, algo así como la oficina de admisión. Tiene un gesto de conmiseración ante el dolor ajeno, pero su frase cabecera se impone por sobre cualquier efluvio religioso que pueda surgirle de improvisto: “Siéntese y espere”. ¿Cómo? El dolor insiste en conjugarse ahora y el hospital en su modo siempre ulterior. El hospital está situado allá, en contraposición al dolor que está acá. No llaman a nadie, nadie pasa, nadie atiende. Espera. Más espera. ¿Hasta cuándo? “Ya le fueron a avisar al doctor”, insiste la recepcionista protegida en su pecera. No hay ningún médico en la guardia, hay uno y está en otro lado…no, no… hay una médica pediatra, pero no hace nada con ningún adulto, no los atiende, tal vez sólo a niños. Como si fueran especies distintas, unos son ángeles y los otros rinocerontes. Está durmiendo, dice uno. ¿Dónde está? “Ya le dije que al doctor lo fueron a buscar”, dice el pez en su pecera.
Más espera. El dolor todo el tiempo ahí: el médico no. La palabra doctor supone saber y poder reunidos. O sea, la espera es condición y docilidad. Lo que ofrece el hospital a cambio del disciplinamiento que impone, es la permanencia en la vida. El dolor es el signo de que somos un cuerpo, es decir, seres condenados a la muerte. Somos finitos, frágiles, vulnerables. Saber eso para la conciencia ilustrada nos hace existencialistas con pipa y saco negro; saberlo con el cuerpo es insoportable.
El médico sigue sin aparecer. La palabra GUARDIA escrita en la puerta definitivamente no remite a él. “A mí no me atendían y armé bondi…Acá tenés que hacer así porque sino nadie te da bola”. Una hora de espera. El doctor no aparece. Algunos gritos, nadie escucha el reclamo. Hay que irse a otro lugar, con la pipa el saco negro y el cuerpo. Mientras, otros se quedan esperando en silencio.
Desde hace unos años se habla de crisis de las instituciones de encierro; ni la familia, ni la escuela, ni el ejército, ni la fábrica ni la cárcel resultan eficaces para sellar en los cuerpos una memoria moral. Hay derrame, resistencias, derivas; no alcanzan los valores humanistas. La posibilidad de la espera parece haberse acabado. No en los hospitales públicos, no para las personas más humildes que siguen haciendo la misma cola de siempre. Aunque les duela, siguen esperando que algún doctor los atienda. El hospital público es espera y dilación para las vidas más pobres. Incluso en la guardia. El Estado es hipoacúsico ante el grito de dolor, pero es también una entelequia y las entelequias son sordas. El Estado es una cosa perfecta e ideal que sólo existe en la imaginación.
El médico no. Es una cara específica, un nombre específico, una vida como las que están ahí esperándolo en silencio, aunque puesta en otro lado. Nadie en la guardia pudo decir dónde estaba.
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