DEL DICHO AL HECHO

DEL DICHO AL HECHO

11/03/2020 Desactivado Por ElNidoDelCuco

 

 

 

 

 

 

 

 

Por SERGIO DI BUCCHIANICO

Desde muy temprana edad sintió una particular atracción por el significado de las palabras, sobre cuál era la denominación que correspondía a cada objeto del universo que lo circundaba o a cada acción humana que observaba; fue abordado por la fascinación y el desconcierto que provoca ese salto de la oralidad hacia la escritura que los seres humanos practican desde sus orígenes, y dedujo que había muchos misterios que develar, en eso que los mayores llamaban civilización.

Era común en la cotidianeidad de su infancia que ante cualquier objeto que se presentara delante de sus ojos -vivaces por la incertidumbre y desbordantes de inocencia- preguntara ¿qué es esto o aquello?, e inmediatamente después interrogara a su interlocutor con un tono inquisidor: ¿Y qué significa? Como esperando una mentira irrefutable, su mirada se tornaba penetrante e incisiva, dado que  su escaso tiempo de vida y por consiguiente la falta de conocimientos, lo convertían en víctima de todo tipo engaños.

Pero lo cierto, es que aun hoy le resulta curioso que siendo apenas un infante, haya descubierto que toparse con el verdadero significado de las palabras suele incomodar a aquellos que las utilizan, a tal punto de ser percibido -ese hecho- como un deshonor o ignominia, en especial si estos son adultos. Ya de chiquillo en sus primeras relaciones sociales, comprobó que el simple hecho de preguntar sobre la significación de los vocablos empleados, casi siempre ponía en un brete a los mayores interpelados, y muchas veces obtenía respuestas revestidas de una molestia reveladora no solo de ignorancia, sino de estupidez peligrosamente encubierta; respuestas como: ¡que se yo! o ¿por qué no vas con tu hermanito? ¡Querido! Desnudaban una especie de displicencia muy parecida a la hipocresía ante su entendimiento de niño inquieto. Pero mucho peor era escuchar murmullos insultantes e intolerantes como: este pendejo es insoportable, a lo cual él respondía maléficamente: ¿qué significa pendejo? ¿E insoportable? Comprendió a los cuatro o cinco años de existencia que el parentesco entre lenguaje y comunicación era muy, pero muy relativo.

Actualmente en sus noches de soledad, suele recordar con nostalgia, y un dejo de rencor, el verano previo al ingreso a la escuela primaria. Su madre en el intento de proveerlo de herramientas útiles, que facilitaran su inminente escolaridad, solía darle lápiz y papel para que copiara palabras de diarios, revistas, envases, etcétera; y ocurrió que una mañana de sábado, cuando ella se encontraba elaborando tallarines caseros, le ordenó que copiara las palabras del paquete de harina que en ese momento usaba; al finalizar la tarea que le había encomendado, lanzó la primera estocada indagatoria:

-¿Qué dice?

-Harina- respondió tajantemente su progenitora. 

-¿Qué significa?- repreguntó él con sigilo, como si fuese un detective frente al principal sospechoso de un homicidio.

-Significa polvo para hacer fideos- afirmó ella sin fastidio, pero dejando bien claro que en ese preciso instante finalizaba la conversación.

La contestación de su madre lo introdujo para siempre en un estado de perplejidad dubitativa, de ambigüedad permanente y de desamparo desolador con respecto a las palabras y sus sentidos, porque ese día entendió efectivamente que la harina era un polvo para hacer fideos, aunque también servía para la producción de pan, facturas, engrudo, tortas, etc. O sea, no solo para fabricar fideos; y por otro lado, si ese polvo blanco era arrojado deliberadamente a los ojos, inmediatamente dejaba de ser un insumo para la manufactura de alimentos y rápidamente podría convertirse en un arma de ataque, con alta probabilidad de resultados fatales. Por tanto, el vocablo (harina) de alguna manera le insinuaba la posibilidad de otra acepción, que su madre desconocía por completo, o bien ocultara por alguna razón o intención macabra.

Ese día percibió la respuesta de su mamá como una evasiva, como una tentativa de no querer avanzar en la cuestión, por temor a caer en insondables abismos de difícil o nulo regreso. Una especie de rumor lejano cargado de incertidumbre y desconfianza le susurraba en sus oídos -aturdidos por la ansiedad y la confusión- que lastimaban su frágil andamiaje cognitivo: pues en cada palabra podrían coexistir muchas verdades; supo entonces que el leguaje era más complicado de lo que aparentaba, dado que la palabra harina -al igual que el resto de las palabras- era dueña de determinado significado, de acuerdo a quién y cómo la usara. Además creyó comprender que la utilidad de los objetos no determinaba sus orígenes etimológicos ni éstos su función, y fue en ese momento cuando un enigma apareció con los misterios propios de un fantasma: ¿ocurriría lo mismo con las palabras que definían conductas humanas? Aquí la brújula de la comprensión comenzaba perder su norte, y en el noble camino hacia la verdad, los escombros de la contradicción dificultaron cada vez más el empecinado periplo hacia su inocente destino: saber si cada término simbolizaba fielmente cada proceder, ya que de no ser así, el mundo se le representaba como una gran mentira, como una suerte de infamia colectiva estructurada bajo los parámetros del consenso masivo. Y esta revelación lo asustó.

A medida que él iba creciendo, cataratas de palabras regaban el fértil prado de su vocabulario, pero siempre descubría absorto que había infinidad de ellas cuyo significado ignoraba, sin embargo sus semejantes parecían entender perfectamente sus exposiciones o discursos, y esto provocaba una gran confusión en su intelecto, así como en los vínculos personales; generaba profundos recelos y contradicciones en sus interacciones y  afectos, pues ¿cómo confiar en aquellos que decían comprender las palabras usadas en sus alocuciones, si la acepción de las mismas era un acertijo hasta para él?

Ya en la pubertad vislumbró con asombro e impaciencia que la comunicación, vital generador de relaciones, simpatías y apegos, podría ser una falacia universal que acarrearía derivaciones imprevisibles en la red vincular que debía tejer a lo largo de la vida, para ser un hombre socialmente sano.

Había algo extraño, indescifrable en las relaciones humanas cimentadas en el dialogo, es decir en el intercambio de términos que representaban cosas, conductas, ideas, sentimientos y que no todas las personas conocían el alcance de los mismos; un misterio terrenal y concreto lo arrastraba hacia una preocupación permanente, la de tratar de encontrar la clave para poder entenderse a sí mismo y a los demás, es decir a la humanidad propiamente dicha. 

La incertidumbre dio paso al desasosiego y ésta a la duda, que a su vez dinamizó -en su agitado espíritu- la intensa pulsión de hallar una solución a su dilema. Fue necesario establecer un procedimiento que le facilitara alcanzar el éxito, que por esas horas se había convertido en una obsesión. El plan elegido para concretar la realización de su empresa  fue en primer lugar recurrir al enfoque minucioso de la expresión utilizada, luego encapsular lo dicho e inmediatamente después buscar su correlación en las conductas que los enunciados definían; y por último consultar en diccionarios lo establecido y estandarizado por la academia, ya que las afirmaciones de ésta parecían tener aceptación universal en cuanto a interpretaciones relacionadas al uso del idioma, a la morfología del lenguaje y el origen de las palabras; entonces de ésta manera podría lograr alguna aproximación al objetivo perseguido: el significado de las palabras, y como desenlace, la cantidad de verdad o falsedad que había en quienes las pronunciaban.

Y fue así que en su recorrido por los apasionantes senderos de las letras  tropezó con construcciones oracionales, terminologías y voces, que además de belleza sonora describían comportamientos dignos de ser admirados y adoptados como conductas a seguir, porque ellos le conferían la posibilidad de ser cada día una mejor persona; esos términos que llegó a apropiarse con la devoción de un ferviente feligrés eran, por ejemplo: amor, dignidad, altruismo, lealtad, respeto, revolución, sinceridad, humildad, desinterés, amistad y otros tantos más, que llenaban su alma de regocijo y entusiasmo. 

Pero a medida que avanzaba en su tarea investigativa, la analogía de las acciones con las palabras se desdibujaba, se diluía en las profundas aguas de la realidad. Pues quienes decían amar, en los hechos odiaban, conductas que otros describían como dignas él las apreciaba indignas. Tal fue el caso de un amigo de su padre, que en una conversación mencionó el escaso salario abonado a un empleado aprendiz, recientemente incorporado al plantel de trabajadores de su emprendimiento productivo. En aquella oportunidad la concurrencia consintió dicha conducta, considerándola un verdadero ejemplo de amor al prójimo, ya que a través de ese señor y su negocio, el joven aprendiz desarrollaría en un futuro no muy lejano una vida digna, cargada de esplendores económicos y exitosos asensos sociales; él, con la súbita impertinencia que lo caracterizaba, preguntó:

-¿La tarea realizada por el aprendiz es verdaderamente útil?

-Si claro- respondió inmediatamente el amigo del padre.

-Entonces, el sueldo es miserable y no es amor, sino odio al prójimo-  sentenció con el aplomo de un juez.

Reproches e improperios llovieron sobre el curioso jovencito, descalificando por completo semejante afirmación.

Este tipo de acontecimientos se sucedían muy a menudo, cada vez que cotejaba una actitud con la correspondiente palabra y su confirmación en el diccionario; esa desconexión del lenguaje con la realidad lo introducían en el sombrío y doloroso terreno de la soledad y la incomprensión.

Como un peregrino descalzado y harapiento avanzaba en una especie de cruzada contra el mal uso del idioma, por los campos minados de la hipocresía masificada y normalizada de la modernidad, que lo subyugaba cada vez con más intensidad, bajo la despótica maquinaria de la indiferencia y la cruel tortura del señalamiento: resultado inmanente del destrato o la burla generalizada de aquellos seres, anulados por la ignorancia, cultivada minuciosamente en los altares de la necedad social.

Desde esos días hasta hoy -y tal vez hasta el momento de su muerte- él ya no escucha palabras, ni argumentos y tampoco opiniones. Solo observa conductas y estrategias sin ejecutar interrogaciones ni conjeturas, que como es lógico de supone,r le permite ser aceptado en diversos ámbitos, circuitos y grupos humanos, puesto que su silencio frente a las incongruencias discursivas, despierta en los demás simpatías de toda índole y tratos cargados de cortesía e indulgencia, ubicándolo en el cómodo refugio de la normalidad ; pero también enciende el fuego desbastador de la adaptación forzosa, obligándolo a vivir en el sopor de un mundo habitado por peligros insospechados, donde nada de lo que se dice, se parece demasiado a lo que se hace.

  

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