REVOLUCIÓN EN NICARAGUA – Última pasión de Cortázar

EL ESCRITOR LEÍDO EN LAS TRINCHERAS

“Creo que la lucha por el socialismo latinoamericano debe enfrentar el horror cotidiano con la única actitud que un día le dará la victoria; cuidando precisamente, celosamente, la capacidad de vivir tal como queremos para ese futuro, con todo lo que supone de amor, de lucha, de juego y de alegría”.

        La primera vez que Julio Cortazar ingresó a Nicaragua, en 1976, de forma clandestina, porque todavía la dictadura de Anastasio Somoza imponía su régimen de terror, quedó tan impresionado que volvió en 1979 (y muchas veces más) ya con la revolución en marcha. Asumió un rol casi paternal, como ya había sucedido con Cuba. Lo desesperaba la indiferencia europea ante las grandes necesidades que pasaban los nicaraguenses. Sus visitas fueron constantes, y la relación que abrió con Nicaragua fue íntima. En su retiro en el balneario de El Velero, en la costa del Pacífico, estaba con Carol Dunlop cuando recibieron los resultados de los exámenes médicos que marcaban la suerte irremediable de Carol. En la mesa de noche del hospital de París donde Julio murió, había un tomo de poemas de Ruben Darío.

Cortazar escribió un libro sobre su relación con Nicaragua: “Nicaragua, tan violentamente dulce” y Carol Dunlop publicó un libro de fotos sobre Nicaragua “Llenos de niños los árboles”.

Las rosas de todos ustedes estuvieron junto al féretro de Carol, escribió más tarde. Estuvo en el acto de nacionalización de las minas celebrado en Siuna en octubre de 1979, un acto histórico de proclamación de soberanía. Fue su primera visita pública.

Volvió al año siguiente. García Márquez ha contado la lectura que hicieron los dos, al aire libre en un parque de Managua, frente a una multitud. Entonces, en aquella década de revolución, era corriente ver por las calles de Managua a Cortazar, a García Márquez, a Carlos Fuentes. Y a Graham Greene, a Salman Rushdie, a William Styron, a Gunther Grass, a Harold Pinter. Estaba en los actos de entrega de títulos de reforma agraria en varias comarcas del departamento de Rivas, eso era en 1982 y Julio y Carol continuaron viajando, viviendo largas temporadas en Nicaragua. Estuvieron en la vigilia de Bismuna junto con otros escritores, una vigilia destinada a mostrar respaldo contra las amenazas de agresión que el gobierno de Reagan lanzaba todos los días.

Fuera de Nicaragua, desde París, fue un defensor activo de la revolución en artículos de prensa, en entrevistas en la televisión, dondequiera que fuera necesario. Tenemos la impresión de que las causas se tomaban más en serio que ahora, o que las causas han cambiado de naturaleza. Cortázar, como Fuentes o como José Saramago, han sido defensores de causas muy a la manera de Voltaire, el primer defensor ciudadano de la historia. Ya no quedan muchos de esa especie hoy en decadencia y extinción.

Más atrás, en los años sesenta, la policía de Somoza recontaba las pertenencias de los guerrilleros sandinistas asesinados tras el asalto a algunos de sus refugios de resistencia urbana, esa policía encontró un ejemplar manoseado de Rayuela. Años después Salman Rushdie – en La sonrisa del jaguar, el relato de su visita en 1986 – habla de su sorpresa porque en los mercados de Managua, el nombre de Cortazar era muy popular entre las mujeres de delantal que servían la comida en las largas mesas comunales, allí donde Cortazar comía también.

Las mercaderas de los comedores y los guerrilleros de la clandestinidad leían a Cortazar. Su nombre había llegado a sus oídos por razones políticas, un extranjero que defendía la revolución y había ayudado a detonar el desarrollo de los acontecimientos con aquella novela esotérica y complicada. ¿Por qué un guerrillero y una mesera habrían de leer Rayuela? Porque Rayuela fue un libro para jóvenes, los jóvenes de entonces, los jóvenes de la esplendorosa década del sesenta, la mejor de las décadas del siglo XX. Un libro de iniciación, que no se encuentra de ninguna manera acabado. Las categorías éticas de Rayuela iban más allá de la patafísica y ya se veía que llegarían a tener consecuencias políticas.

Es que Cortázar, el desterrado, se volvió un autor al que leían los revolucionarios clandestinos en las catacumbas, porque planteaba las maneras de no ser frente a las descaradas maneras de ser que ofrecían sociedades como las de América Latina donde no bastaría abolir las injusticias, sino buscar nuevas formas de conductas colectivas, que fue lo que quiso hacer la revolución sandinista, por ser una revolución juvenil. Las propuestas políticas de Cortázar casi nunca estuvieron contenidas en sus escritos literarios, ni siquiera en “Libro de Manuel”, pero sí en su conducta ciudadana. Una conducta muy a lo Voltaire y muy a lo Terencio: “Nada de lo humano me es ajeno”. La conducta hoy tan extraña, de un escritor de creencias, capaz de defenderlas, aún a riesgo de parecer un ingenuo frente a la majestad no siempre indulgente de los sistemas políticos, o frente a quienes prefieren atrincherarse en la neutralidad, siempre a cubierta de todo riesgo.

En este punto queremos desembocar. Alguien podrá preguntarse si Cortázar fue crítico de la frustrada revolución nicaraguense. Cortázar fue quien la vigiló, defendiéndola siempre. Si durante la década de poder los sandinistas acumularon errores, la verdad es que los pecados capitales  fueron cometidos  después de la derrota electoral de 1990 a manos de  Violeta Chamorro, cuando todo el código de valores éticos fue malversado y el heroísmo de muchos se convirtió en rapiña. De todas maneras a Julio Cortázar le tocó vivir los primeros años de la revolución, esos años en que los sueños imposibles aún no le daban una oportunidad a las pesadillas.